La Editorial

La catástrofe del ‘Prestige’ o las elecciones, o todo junto, nos deparan una sorpresa cada día y, entre todas ellas, una que nos ha dejado helados: tendremos un AVE en la Cornisa Cantábrica. Eso sí, la obra se iniciará a partir del 2010, que vaya usted a saber para entonces quién gobierna y lo que piensa al respecto.
La sorpresa ha sido tanta que hay quien habla de aprovechar el trazado de FEVE, como si limando un par de curvas del popular tren se pudiesen alcanzar los 350 kilómetros por hora. Ni con dos ni con 200 correcciones, porque los radios kilométricos que necesita un tren de alta velocidad apenas cabrán en muchos de nuestros valles de la franja costera, que han de ser atravesados transversalmente, y gran parte del recorrido tendrá que hacerse a través de túneles.
No es por desconfianza, pero sorpresas anteriores de este tipo ya tuvimos, como la famosa Autovía del Ebro, que nos iba a proporcionar una salida directa hacia Zaragoza y el Mediterráneo y, tres años después de formulada, el ministro Alvarez-Cascos no sólo no tuvo empacho en desdecir a un antecesor de su mismo partido, sino que públicamente calificó el proyecto de desatino.
Todas estas propuestas que no figuran en ningún presupuesto y que comprometen a administraciones futuras pueden irse igual que llegan. Calientan el ambiente una temporada y luego se convierten en un proyecto más de los muchos que nunca se llegan a ejecutar o de los que se alargan indefinidamente.

Para tener un tren de alta velocidad hacen falta cientos de miles de millones de pesetas de inversión, y en nuestro caso los kilómetros serán infinitamente más gravosos que en las amplias llanuras manchegas casi desérticas. Pero también son necesarios muchos viajeros, algo que con frecuencia se olvida. De nada sirve una línea magnífica si sólo ofrece un viaje al día, porque la clientela no da para más. La calidad de un servicio ferroviario no sólo es producto de la velocidad, sino también de la frecuencia con que pasan los trenes. Es cierto que en muchas ocasiones la oferta crea su propia demanda, pero la realidad no permite ser demasiado optimistas. En Parayas hay ahora el doble de vuelos que en 1991 y, sin embargo, los pasajeros sólo han crecido un 30%. Y si las compañías hacen más servicios es porque utilizan aviones mucho más pequeños y aplican precios abusivos.
La demanda de pasajes aéreos es escasa y se concentra en los viajes a Madrid, más o menos lo que ocurre en el resto de las comunidades norteñas. Nunca ha resultado rentable mantener una línea aérea de tercer nivel a lo largo de la Cornisa Cantábrica, por falta de pasajeros, y esa misma clientela es la que debiera nutrir el futuro AVE. Tampoco conviene olvidar que tendrá que competir con una carretera nueva –si para entonces la Autovía del Cantábrico ha llegado por fin hasta Finisterre–.
Sólo en el tramo Santander-Bilbao cabe suponer la suficiente demanda para el tren de alta velocidad, y con todas las cautelas del mundo al respecto, dado que la imposibilidad de hacer paradas intermedias descarta a gran parte de la población de este corredor como posible usuario.

Por tanto, habrá que inventar una clientela para justificar el tren de alta velocidad. Por mucha ingenuidad con que se reciban los mensajes políticos, nadie puede creer que se construya y se ponga en explotación un tren que previamente no tiene garantizada su demanda y máxime cuando la inversión es tan descomunal. Hay que ser realistas, aunque convenga pedir lo imposible. Y podemos estar muy seguros de que, quien se vea ante la decisión de financiar el proyecto, allá por el 2010, tendrá muy en cuenta la demanda potencial antes de abordar la obra.

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