Armadora, pescadera… y campeona de piragüismo

No es alta ni corpulenta pero nadie mejor que ella para encarnar la fuerza que el saber popular le atribuye a las gentes castreñas. Sin su carácter recio y sacrificado, seguramente no podría compaginar tantas tareas al día. Ama de casa entregada que cuida de su hogar y de sus dos hijos, ya mayores, por la mañana convierte las capturas de su marido en chamisqui, que es como le llaman al dinero en la jerga marinera. Por la tarde, navega a bordo de una piragua con la que acaba de convertirse en campeona mundial en la categoría máster, en Hungría.
Como aquella otra Ana que esperaba a su pescador en la canción de Mecano, la castreña mira una y otra vez al mar hasta que ve aparecer su barco, el ‘Beti Aurrera’, ‘Siempre adelante’, en castellano. Entonces respira tranquila porque la mar le da mucho respeto: “Tengo un sueño que se repite y es que el barco entra mal o que lo veo y no lo veo”, admite. Sobre todo, pasa miedo esos días en que la mar se tambalea tanto que teme que alguno de los tripulantes “se malle con la red” y caiga al agua, como de hecho le ocurrió una vez a uno de sus hijos.
Afortunadamente, además de la vista tiene un teléfono móvil y puede llamar a su marido para saber a qué hora tiene previsto entrar a puerto. Será momento de correr para descargar el pescado y trasladarlo en carretilla a la lonja donde ha de subastarse.
En cuanto el barco llega al puerto, una decena de curiosos se arraciman a su alrededor para apreciar las capturas. A primera vista parecen turistas atraídos por la actividad pesquera de Castro pero en realidad son vecinos del pueblo, jubilados o en paro, que no se cansan de ver esta escena diaria.
La misma expectación se traslada unos metros más allá, a la lonja, donde los compradores esperan impacientes para ojear los peces. Muchos permanecen pegados al móvil para ofrecer los tesoros del día a algún restaurante o para recibir los encargos de los ‘mercas’ de Bilbao y Barcelona. El resto se lo quedan restaurantes y pescaderías locales.
Aunque casi todas las piezas que Ana vende en su pescadería proceden de su propio barco, necesita comprar más. Hasta hace una década, los pescadores sólo subastaban parte de las capturas. El resto lo escondían para venderlo de estrangis pero ahora existe un férreo control para que todo el pescado pase por la lonja, acabando así con la economía sumergida que proliferaba en la zona.
Esa mañana, la reina de la fiesta es una enorme lubina. Todos se apartan para dejarla pasar y, pronto, el silencio inicial se transforma en aspavientos. Ana observa detenidamente la pieza mientras su orgulloso pescador la conduce todavía coleando hasta el peso: “Que venga viva es muy normal, pero de ese tamaño no se ven todos los días. Esas cosas son las que dan valor a la pesca”, dice. No puede ocultar una sonrisilla de satisfacción tras adivinar a ojo su peso, nada menos que ocho kilos. Mientras, en la balanza, la lubina sigue pegando aletazos: “Mira como saluda, parece la sirenita”, bromea.

La emoción de la subasta

Poco a poco, los barcos van llegando a puerto y desvelan sus capturas. Sobre las doce de la mañana, cuando ya han regresado todos y los compradores se han hecho una idea de los precios que pueden llegar a pagarse, comienza la subasta a puerta cerrada. Este juego de compraventa tan tradicional entre los pescadores es, en palabras de la castreña: “entretenido y hasta emocionante”, sobre todo, cuando hay poca pesca y varios pujan por la misma partida. No obstante, la tensión nunca va mas allá de lo que dura la subasta porque todos se conocen desde hace años y están obligados a verse todos los días.
Cada uno ocupa su sitio dentro de una mesa corrida. Ana no está sola. Detrás tiene a uno de sus hijos, que está aprendiendo el oficio, y a su lado se sienta su padre, que después le acompañará a la pescadería en furgoneta.
Ella misma también ejerce su derecho a comprar y para ello debe ‘tirar de la bola’, una vieja expresión que remite a tiempos pasados, cuando los pescadores sacaban de una bolsa la bolita que fijaba su turno. Aquellas subastas poco tienen que ver con las actuales y no sólo por los avances tecnológicos, también por la paulatina desaparición de la flota de Castro Urdiales: “De altura debe quedar ya sólo un barco y de bajura apenas ocho o diez. Desde septiembre se han desguazado tres”, dice desanimada la armadora.
Pasados veinte minutos la venta termina dejando tras de sí caras largas como la de Ana, que no ha tenido un gran día: “Quería comprar fanecas pero se han pagado a un precio muy alto (casi 5 euros) y tampoco he podido conseguir berruguetes porque otro pujó más que yo”, cuenta. No le ha quedado más remedio que conformarse con unas merluzas y un par de verdeles “despistados”. “A ver si mañana tengo más suerte”, suspira. Y otra vez a correr para conducir hasta la pescadería con el tráfico en hora punta.

Botera en el mercado

Ante todo Ana se siente pescadera, o mejor dicho ‘botera’, que es como le gusta llamar a la labor que le ocupa desde el mediodía hasta la hora de comer. Es una tarea que no requiere tanta forma física como la de cargar con las cajas del pescado o con el remo de la piragua, pero le ha curtido el carácter: “El mar te hace dura y tratar con tanta gente todos los días me ha hecho espabilar y adelantarme a los que me vienen”. Un comentario comprensible teniendo en cuenta que comparte puesto con otras pescaderas con las que ha de competir por la clientela.
A las boteras artesanas como ella les ha perjudicado mucho que el pescado haya pasado a venderse en las grandes superficies, donde el consumidor puede encontrarlo más barato y en un horario más amplio. Por eso, defiende que la pesca recién traída de la lonja tiene una calidad superior a la que ha pasado por refrigeradores: “Un pescado con tiempo nunca puede ser como el que entra vivo. Eso es calidad y la calidad es más cara”, sentencia.
Aún más que la competencia de los supermercados, le disgusta vender en un subterráneo situado frente al Mercado de Castro, un bello edificio proyectado por Eladio Laredo que alberga los puestos tradicionales de frutas y verduras: “A los clientes les resultaría más cómodo hacer la compra si estuviéramos todos juntos y no ellos allí y nosotros aquí, enterrados en este sótano”, se lamenta.

Pesca al alba

Cuando regresa a casa se encuentra con su marido que también acaba de terminar una intensa jornada. El ‘Beti Aurrera’ pesca al alba, de modo que zarpa a las cuatro de la mañana y pone rumbo a puerto cuando el día empieza a clarear. Como es la luz la que fija su regreso, en invierno vuelven hacia las once, una hora más tarde que en verano.
Después de comerse el bocata de rigor que Ana les tiene preparados nada más poner pie en tierra, sólo les resta palmear el aparejo, ordenarlo en el montón para evitar que se enrede y prepararlo para largarlo al día siguiente. En esta época del año llevan ‘betas’, el tipo de red más adecuado para salmonetes, fanecas o pescadillas. Más adelante utilizarán trasmallos o aparejos de tres mallas para capturar lenguados y cabrachos.
La operación se repite día tras día porque “los pescadores son muy cumplidores y salen a la mar hasta cuando están enfermos”, asegura Ana. Sólo se quedan amarrados cuando hay tempestad o es un día de bandera como San Pedro o San Andrés: “Nuestros festivos no coinciden con los terrestres”, precisa. Por ejemplo, mientras el resto abre regalos, ellos los buscan en la mar: “El 6 de enero siempre salimos y es un día que no se pesca mal, quizá tenga que ver con los Reyes Magos”, dice.
Su barco es una merlucera en la que trabaja su marido, José Domingo, el patrón, y dos tripulantes: su sobrino Daniel Romero y Miguel Angel Rojo. La familia de Domingo siempre se ha dedicado a la pesca, de ahí que Ana diga que la tradición marinera le viene “de pegado”. Sus suegros se repartían los papeles igual que lo hacen ella y su marido. El hombre salía a la mar y la mujer vendía las capturas.
Con apenas 19 años Ana ya se había casado, así que tampoco tuvo tiempo de meditar sobre su futuro. “Al principio me costó entrar porque no tenía ni idea, era incapaz de distinguir un pancho de un aligote”, recuerda. Pero, poco a poco, se compraron un barco propio y la mar se convirtió en su sistema de vida.
Los pescadores cobran un chantel semanal que varía en función de lo que pesquen y de cómo lo vendan. Demasiadas incertidumbres, porque últimamente los precios en la lonja han bajado mucho. Lo peor para ella es no saber nunca lo que va a ganar. Por eso va ahorrando “como una hormiguita” para hacer frente a los gastos del barco, que son muchos, y a las eventualidades, que no son menos: “La mar es la mar, un día te da y otro te quita”.

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