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El dólar se hunde, no pasa nada

El dólar todopoderoso ha perdido un 30% de valor con respecto al euro en el último año, algo que hasta las últimas semanas ha pasado casi desapercibido, como si la relación euro-dólar no fuese uno de los factores más influyentes de la economía mundial, dado que en una de las dos monedas están referenciados prácticamente todos los productos sometidos a comercio internacional o los flujos financieros.
Todo ha sido muy distinto a lo que ocurrió con la fijación del valor del euro hace ahora cuatro años. Entonces, la moneda europea, se vio rápidamente humillada en los mercados y en pocas semanas no sólo perdió su diferencial con respecto al dólar sino que pasó a cotizar muy por debajo de la paridad. Basta echar un vistazo a lo que decían los expertos, sobre todo los norteamericanos, que hacían burlas muy poco académicas sobre la pretensión europea de contar con una moneda fuerte. Más benévolos, en cualquier caso, que cuando dos años después aseguraron con la misma absoluta rotundidad científica que el euro nunca llegaría a ser una moneda de curso legal.
La mala evolución del euro en sus primeros años fue interpretada por todos ellos como una clara muestra de la debilidad de la economía europea frente a la fortaleza de la americana. Y es curioso que cuando la situación se ha dado la vuelta, el argumento no se aplique exactamente al revés. Lean a los teóricos del liberalismo que proliferan en la prensa económica y verán que todos ellos han olvidado su teoría anterior, tan mecanicista y simplona que nos llevaría a suponer que ahora es Europa la fuerte.
Sea cual sea el motivo de la caída del dólar, lo que es seguro es que perturba el comercio internacional. Abarata extraordinariamente las exportaciones norteamericanas y la mayor parte de las materias primas que fijan su precio en dólares, y hace un poco más inaccesible el mercado estadounidense para los productos comunitarios.
Para Europa no es bueno, pero para Estados Unidos, tampoco. Los norteamericanos tienen un enorme déficit público que deben financiar con importaciones de capital y tendrán que pagar mucho más por este dinero si se endeudan en divisas o tipos muy altos si se endeudan en dólares, para compensar a los prestamistas internacionales por la pérdida de valor de su moneda.
Se mire como se mire, es un serio nubarrón en el horizonte económico, porque los problemas de la economía norteamericana se trasladan al resto del mundo, multiplicados. Bien es cierto que la guerra de Irak, aunque cara, les ha servido para que ningún país exportador de petróleo tenga la veleidad de pasarse al euro como moneda de referencia –una de las ideas de Sadam– lo que hubiese sido una auténtica catástrofe para EE UU, que tiene muchos más rendimientos como banquero del mundo, gracias al patrón dólar, que como potencia militar.

Argentina: Se acabó el arrepentimiento

Todavía no se nos han borrado de la memoria las revueltas argentinas de hace año y medio cuando el corralito acabó con la ficción económica del país y quedaron expuestas a la vergüenza pública todas sus desnudeces. Los destrozos de sucursales bancarias y los ataques contra supermercados desabastecidos impactaban en nuestras conciencias, ajenas a cuanto allí ocurría hasta ese momento. Pero todo ello resultaba baladí frente al shock que nos produjo la constatación de que en Argentina, un país culto y próximo, que además es el paraíso de las materias primas, morían niños de hambre.
La desesperación nacional llevó a la sucesión de cuatro presidentes en menos de un mes, desgastados aceleradamente por una vorágine de problemas y descrédito social de los dirigentes. Las masas se habían alejado tanto de la clase política que se anunciaba una rebelión interior de incalculables consecuencias. Y ahora, con la llegada de las elecciones generales era el momento de comprobarlo. ¿Que ha ocurrido? Que ha acudido a votar el 80%, más que nunca, y a los partidos tradicionales de siempre, empezando por los peronistas, que por sí solos tienen una gama política más amplia que muchos parlamentos.
Es curioso que el empobrecimiento general, con la pérdida de las rentas ahorradas a lo largo de toda una vida pensando en la jubilación, no haya dado lugar, ni siquiera, a la aparición de nuevas formas políticas. En Europa se da por sentado que esa estabilidad del arco político y ese horror a los aventurerismos es producto del estado del bienestar y del patrimonio que todas las familias, en mayor o menor medida, acumulan. Pero en Argentina el único estado que atesoran es el del malestar.
Los hechos son tozudos y han demostrado que el supuesto hartazgo de la política es poco creíble, dado que han acudido a votar en masa, con la misma pasión de siempre y al mismo partido de toda la vida. Al final, como en tantas otras ocasiones, dos peronistas muy distintos se debían disputar la presidencia en segunda vuelta, de los cuales uno, el expresidente Menem, representaba al mismo tiempo a los más ricos y a los más pobres, que ya es el colmo del rizar el rizo. Bien es cierto que no debe haber suficientes de los unos y los otros, porque se retiró antes de sustanciarse la segunda vuelta, ante la apabullante derrota que le esperaba.
Algunas conclusiones se pueden extraer de todo ello. La primera es que no conviene creerse que todos aquellos que denostan a los políticos, en realidad abominen de ellos. La inmensa mayoría acude luego a votar, lo que demuestra que hay mucho de pose. En segundo lugar, que cuando alguien ha votado muchos años a lo mismo –en este caso a los peronistas– le cuesta reconocer haberse equivocado. Y por último, que se acabaron los tiempos de las revoluciones, al menos en los países laicos. La democracia ha tenido la virtud de convencer a todo el mundo de que, por mal que funcione, sigue siendo mejor que cualquier otra opción.

El extraño mercado del automóvil

Un alemán que se siente satisfecho con su automóvil casi se puede dar por seguro que repetirá con la misma marca (58%). Un español, se puede apostar que hará lo contrario. En nuestro país sólo repite el 27% de los compradores lo que indica que no nos sentimos fidelizados en lo más mínimo y si en la nueva compra coincidimos con la misma marca es casi por casualidad.
Los fabricantes no saben qué hacer para romper esta maldición que se da en los países del sur de Europa, y especialmente en España. El desconcierto les ha llevado a la única política que al parecer permite conseguir los favores del comprador: la guerra de precios. Eso nos proporciona los coches más baratos del continente, con diferencias de hasta un 20%, y propicia que cualquier marca puede aspirar a abrirse hueco en nuestro país, aunque no tenga tradición previa, siempre que haga buenas ofertas, algo que están aprovechando los constructores orientales.
En Alemania, de los diez modelos más vendidos, nueve están fabricados en el país. En Francia, las multinacionales propias –Citroën, Renault y Peugeot– dominan el mercado hasta el punto que sólo un modelo extranjero se cuela entre los diez más vendidos, el Volskwagen Golf. España, a pesar de ser un gran fabricante de coches, no tiene marcas propias fuertes y el mercado está tan segmentado que nadie sobrepasa el 12,5% de cuota. Bien sea por el amplio abanico de marcas y modelos –que dificulta saber cuáles de ellos están fabricados en territorio nacional– o por un desinterés natural, al consumidor español apenas le influye saber si el coche que se compra está hecho o no en el país, una circunstancia que le haría reflexionar mucho a un norteamericano, donde comprar productos extranjeros no está demasiado bien visto.
Son las diferencias de culturas muy distintas. Una en la que los coches son un mero objeto de consumo y otra, como la nuestra, en la que representan un factor de proyección social, de forma que el cliente empieza por marcas populares y aspira a acabar en una de gran lujo, pasando en este recorrido por varias intermedias.
Bien es cierto que en la trayectoria consumimos menos modelos que otros colegas extranjeros y quizá eso nos incite a quemar las etapas más deprisa. Mientras que un británico cambia de coche cada tres años y medio, un español lo hace cada ocho, de forma que probablemente pensemos que si nos entretenemos repitiendo la misma marca no llegaremos nunca al Mercedes, al BMW o al Audi.
A la vista de los datos del mercado español, los fabricantes de coches debieran pensar seriamente en contratar menos ingenieros y más psicólogos. Por lo menos, podrían aspirar a entender mejor a su clientela.

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