La huida del tiempo

El mundo ha ido perdiendo poco a poco su variedad. Hoy podríamos decir que, merced a la televisión, el cine, internet, las aspirinas, los aviones, la coca-cola, las hamburguesas con doble de queso, los marines y las estupidillas canciones que se escuchan constantemente por todas partes, los ciudadanos que transitamos por este planeta nos comportamos, más o menos, de la misma manera.
Una de las primeras cosas que percibes viajando por esta superpoblada corteza terrestre es que en todos los mercados venden las mismas latas de refrescos, las mismas gorras de baseball, los mismos pantalones vaqueros y las mismas baratijas fabricadas en algún minúsculo, grasiento y maloliente taller de la Cochinchina. No es que esto me preocupe demasiado, ya que reservo todo mi pánico para la próxima epidemia de gripe que se inventen, pero lo cierto es que el libre comercio, el inmenso poder de las multinacionales y el turismo, o sea, el masivo traslado de individuos de terminal de aeropuerto en terminal de aeropuerto, no sólo ha limitado este intercambio de productos comerciales que pueden encontrarse en estos mercados, sino que también está terminando –no sé si para bien o para mal– con las peculiaridades psicológicas que antes diferenciaban a las razas, los pueblos, las comarcas y los continentes.
El mundo se ha globalizado tanto que dudo mucho que las sociedades actuales contengan diferencias notorias unas de otras. Los países cada vez se parecen más. La mayoría de la población, por ejemplo, vivimos en ciudades que ya no existen más que como atascos de tráfico: Atenas, Madrid, Nueva York, París o Torrelavega, lo mismo da, son siempre la misma ciudad, con los mismos comercios, los mismo edificios, las mismas miserias y los mismos incompetentes al frente de sus corporaciones municipales.
Los individuos que las habitamos tenemos las mismas o parecidas costumbres y los medios de comunicación informan en todas partes de las mismas sandeces, las mismas catástrofes y los mismos chismorreos. Con todo esto, cada vez me parece más difícil distinguir a unas sociedades de otras del modo simplista que antes calificaba a los franceses de avarientos, a los italianos de histriónicos, a los ingleses de borrachos, a los alemanes de cabezas cuadradas, a los estadounidenses de ingenuos y a los españoles de desesperadamente envidiosos.

Aún así, todavía hay sutiles diferencias que pueden apreciarse si uno, además de disponer del tiempo suficiente, se toma la molestia de observar el comportamiento de los distintos individuos que deambulan por este planeta atendiendo a una cuestión tan arbitraria y tan caprichosa como es el lugar procedencia; o dicho de otra manera, a pesar de la implantación del pensamiento único, que tan tediosa nos está haciendo la existencia, todavía hay una marca de nacimiento que condiciona nuestro carácter, algunos de nuestros hábitos, bastante de nuestras nostalgias y buena parte de nuestra conducta. En cualquier lugar de este desquiciado planeta, un español, por ejemplo, es inmediatamente reconocido por el elevado volumen de su voz. También por esa tendencia natural a hablar de nosotros mismos concediéndonos demasiada importancia, a discutir de fútbol en los bares como si la vida nos fuera en ello, a recurrir a nuestros muertos, si fuera necesario, con tal de liarnos a hostias o a utilizar expresiones malsonantes cada vez que tratamos de recalcar nuestras convicciones más profundas –en el supuesto, claro está, de que todavía las tengamos–. Pero, con todo, lo que verdaderamente nos caracteriza es nuestra legendaria y manifiesta incapacidad para concebir algo en común. Con la única excepción de haber celebrado –desaforadamente, por cierto– el reciente Campeonato del Mundo de fútbol, conquistado el pasado verano por nuestra asombrosa selección nacional, los españoles, con perdón, estamos históricamente incapacitados para concebir algo en común. Nos molesta ponernos de acuerdo. Nos fastidia. Nos hace sentirnos como si estuviéramos renunciando a nuestra irrenunciable individualidad. Nos da la impresión de que, si nos ponemos de acuerdo en algo, es como si perdiéramos nuestro sacrosanto derecho a quejarnos por todo, a despreciar cuánto ignoramos y a minusvalorar a los demás, porque, puestos a ser sinceros, los demás, para nosotros, no es que sean el infierno como apuntó Jean Paul Sartre, sino tan solo «gente equivocada»; gente que es manifiestamente incapaz de darse cuenta de que nosotros, y sólo nosotros, estamos en posesión de la verdad. Tal vez por eso, todavía hay tanto compatriota que va por la vida tratando de imponer a los demás su idea de España, políticos y periodistas incluidos. Mucho político, lo cual no me resulta ni demasiado sorprendente ni demasiado escandaloso, pero, lamentablemente, a esta tara histórica cada vez se suman más y más periodistas, o que dicen serlo…

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