Historias de la Unión
En Metrópolis en el año 14789 d.C. estaban asombrados todavía con el descubrimiento que les había abierto los ojos metafóricamente hablando sobre su pasado y los problemas tan incomprensibles que tenían los humanos doce mil años atrás.
Yo, XXLZ, que no es ninguna talla de ropa sino que me llamo así, tuve la oportunidad de darme una vuelta por siglo XXI gracias a una máquina del tiempo que me construí a partir de un catálogo electrónico. Así que puedo contar lo que descubrí.
El caso es que antes había unos animales que se llamaban vacas, como de metro y medio de alto, dos de largo y con pintas, que servían para la alimentación, vamos que se comían, y además se sacaba de ellos un líquido blanco, que se entretenían en transformar en una cantidad increíble de cosas también comestibles. Lo mismo sucedía, dicho sea de paso, con otros animales que se llamaban cerdos, de los que utilizaban absolutamente de todo; o sea que entre vacas y cerdos se alimentaban los humanos de entonces, lo cual parece bastante insólito ahora que sólo consumimos proteínas sintéticas de sabores, y aunque quisiéramos no podríamos comer otra cosa porque hace generaciones que no tenemos dientes debido a esa ley de la evolución de las especies que hace desaparecer todo lo que no se necesita.
El caso es que esos animales vacas comían una cosa verde que crecía en el suelo antes de que todo él estuviese cubierto con superficies impermeabilizantes. Total, que esas vacas eran como fábricas pero sólo que andaban de aquí para allá y se quedaban pasmadas mirando a los trenes que pasaban no se sabe para qué.
Los antibióticos
El caso es que había una serie de antibióticos que en el año 1998 fueron prohibidos en Europa, a saber: la virginiamicina, la bacitracina-zinc, la espiramicina y el fosfato de tilosina. Y que un organismo denominado Consejo de la UE, que no me preguntéis lo que era, también decidió mantener en el mercado, que tampoco sé de qué se trata, otros cuatro que se utilizaban como aditivos en la alimentación animal.
Esos antibióticos se venían empleando como factores de crecimiento, añadiéndolos en muy pequeñas dosis a la alimentación de ciertos animales con la intención de conseguir una rápida transformación del alimento en carne, de modo que con menos tiempo y menos comida alcanzaba el peso necesario para ir al matadero. Al parecer, también producía ciertos efectos secundarios útiles, en particular la prevención de diversas enfermedades.
Pero hacía años, mas o menos treinta, que los científicos habían afirmado que esa práctica entrañaba el riesgo de desarrollar una resistencia a esos antibióticos en los animales y que dicha resistencia se transfiriese al hombre a través de la cadena alimentaria, o sea por comérselos, lo cual tendría como consecuencia que esos antibióticos, y otros emparentados con ellos, no podrían luego emplearse eficazmente en medicina para el tratamiento de enfermedades humanas.
La polémica fue larga y cuando se aprobó el Reglamento no se aportaron pruebas de que hubiera alguna relación entre la utilización de los antibióticos y el desarrollo de resistencias a los mismos en el ser humano, así que el Consejo invocó el principio de cautela, que ahora veremos lo que es.
Pero antes de llegar a eso, hubo un juicio entre el Consejo y dos compañías farmacéuticas, que casualmente eran las dos únicas productoras mundiales de estos antibióticos. Y más curiosamente todavía, una de ellas estaba apoyada por varias asociaciones agrarias, mientras que el Consejo estaba respaldado por algunos de los que se llamaban entonces países nórdicos, con anterioridad al segundo diluvio universal del año 7356 que arrasó con todas las ciudades que estaban a menos de 600 metros sobre el nivel del mar y que eran prácticamente todas las que había por entonces.
El riesgo
Y ¿que dijeron las compañías farmacéuticas? Pues que en vez de hacer una evaluación en profundidad de los riesgos relacionados con esos productos, las instituciones de la CE se empeñaron en eliminar cualquier riesgo, adoptando un planteamiento carente por completo de realismo, que se conocía entonces como el “riesgo cero” y sostenían que su decisión se había basado en razones de oportunidad política y no en un análisis objetivo científico.
El Tribunal ratificó lo que ya había dicho la Comisión y él mismo en otros asuntos de seguridad alimentaria, como uno muy famoso entonces que se le llamó “la crisis de las vacas locas”, donde los jueces confirmaron que se pueden adoptar medidas preventivas sin tener que esperar a que se hayan demostrado plenamente la certeza y gravedad de los riesgos, porque para entonces ya no tiene solución la cosa y decían algo así como que “más vale andarse con tiento”. Claro que porque entonces no tenían la máquina del tiempo para volver atrás.
Así que ahora vamos con lo del riesgo. Según el Tribunal, las medidas preventivas no pueden basarse en meras hipótesis no verificadas científicamente sino que solo pueden establecerse en caso de riesgo real. ¿Y qué es un riesgo real? Pues el que implica un cierto grado de probabilidad de que se produzcan los efectos negativos que se intentan evitar al tomar tales cautelas.
Por lo tanto, antes de tomar cualquier medida preventiva, la autoridad pública debía efectuar una evaluación de los riesgos que consta de dos partes, una científica y otra política, en la que cada una de ellas debe hacer su trabajo, o sea los científicos investigar y los políticos decidir, sin que unos se metan en el terreno de los otros. El Tribunal insistió sobre todo en esta diferencia, de modo que la autoridad publica debía respetar unos requisitos en cuanto a la evaluación científica, y había que consultar a los comités científicos competentes aunque la normativa vigente no lo hubiera previsto de manera explícita.
Con uno de los antibióticos, por ilustrar más la historia, pasó lo siguiente: el comité científico competente fue consultado acerca de los datos presentados por Dinamarca que era el país donde creo que vivió también un tal príncipe Hamlet, quien se pasaba el día atormentado por las dudas, y los técnicos dijeron que las investigaciones no ofrecían información suficiente para llegar a pensar que hubiera un riesgo y recomendaron que no se retirara el producto. Sin embargo, el Consejo decidió lo contrario y el Tribunal confirmó la decisión del Consejo porque creyó que, a menos que la normativa vigente dijera lo contrario, los dictámenes científicos no eran vinculantes y en el asunto concreto que tenían entre manos de lo que se trataba era de una medida adoptada con el objeto de proteger la salud humana, que es el objetivo fundamental. Y ahora queda la duda. ¿Era más importante la opinión de los políticos que la de los científicos? Y si lo era, ¿para qué les preguntaron?
Como en el 14789 no tenemos asuntos políticos, familiares o ecológicos o alimenticios o de nada de los que preocuparnos me voy a leer a Shakespeare pues, de mi viaje por el tiempo, me traje también el libro de Hamlet. “To be or not to be…”