Inventario
El tabaco se marchita
La consejera delegado de Imperial Tobacco, Allison Cooper, envió una carta incendiaria a los sindicalistas de sus fábricas en España (la antigua Tabacalera) diciéndoles que no sabían defender los empleos de sus compañeros por no combatir con más saña el proyecto de Ley Antitabaco que en enero ha entrado en vigor. Cooper, que por un momento parecía enarbolar la bandera sindical con fervor, en realidad estaba defendiendo la que le toca, la empresarial. Las perspectivas del negocio tabaquero en España son malas y, desde que el Gobierno ha aprobado la Ley, peores. Ya el año pasado, antes de que entrase en vigor, las ventas de cigarrillos cayeron un 11% y se quedaron al mismo nivel que en 1999, cuando la población española era bastante menor, entre otras cosas porque no habían llegado los cuatro millones de inmigrantes.
El negocio pinta mal en toda Europa pero, a cambio, las compañías tabaqueras están abriendo horizontes en Asia, Oriente Medio y Africa, mercados inagotables de nuevos adictos. Países que empiezan a tener dinero para comprar y donde la fiscalidad es pequeña, por lo que pueden ofrecer los cigarrillos a precios accesibles al consumidor local, bastante más fácil de convencer que el europeo, que además de tener un colmillo cada vez más retorcido soporta una presión fiscal superior al 75% en este producto.
Cooper va a tener que llevarse el negocio a otra parte, lo que no es objetivamente bueno para nuestro país, dado que sigue siendo uno de los grandes elaboradores mundiales de tabaco, y en Cantabria hay una de las mayores fábricas para demostrarlo. Pero es lo que hay. Un estudio de Citigroup calcula que en 2056 en España y Reino Unido ya no quedarán fumadores, algo que en Estados Unidos no ocurrirá hasta el 2062 (a pesar de la reprensión social que allí hay hacia el consumo de tabaco) y en Francia hasta el 2118. No han aparecido explicaciones para saber a qué se debe un comportamiento tan distinto según los países, ni conviene tomárselo como un acto de fe, pero las multinacionales del sector, a las que les gusta ser muy previsoras, ya se han atado el estudio al dedo. Este es un mercado en rápida decadencia, por mucho se empeñen en reactivarlo a través de marcas low cost o con presiones ante el Gobierno.
Seguirá habiendo humos, pero cambiarán de continentes. En cualquier caso, pocos productos han tenido cinco siglo de gloria como el tabaco. Si los conquistadores españoles de América hubiesen sabido que la más banal y ociosa de sus importaciones iba a ser, a la larga, la más rentable y duradera en el tiempo, quizá hubiesen renunciado a muchos de sus esfuerzos en la búsqueda del oro y la plata, que se esfumaron tan rápidamente, y se hubieran centrado en defender aún con más saña el monopolio del tabaco.
Desastres recompensados
Los bancos de Islandia son “robustos y resistentes”. Un año después de esta afirmación quebraron estrepitosamente todos ellos. “El sistema financiero de EE UU es resistente y está bien regulado”. A los dos años sufrió la mayor crisis de su historia; desaparecieron varios gigantes del sector y el resto tuvo que ser rescatado con dinero público, porque la regulación había sido inexistente y obtusa. “Los mercados han demostrado que pueden autocorregirse y que, de hecho, lo hacen”. A los seis meses, Estados Unidos tuvo que hacer una intervención histórica para reconducirlos y en España el entonces presidente de la CEOE se veía impelido a pedir “un paréntesis” en la economía de mercado. Todas estas frases están entresacadas de informes del Fondo Monetario Internacional que en aquel momento presidía Rodrigo Rato. Un organismo que, todavía en 2007 hacía este descomunal alarde de miopía: “Las perspectivas son las mejores en años. La economía está lista para un periodo de crecimiento sostenido”. Ya lo vimos.
Que los expertos del Fondo Monetario Internacional demuestren tal grado de incompetencia es un síntoma evidente de que en este mundo tan confortable que hemos creado está prohibido dar malas noticias. Mientras la economía funciona a toda máquina, es muy incómodo hacer de aguafiestas. Lo sabe bien Guillermo de la Dehesa, que en 2006 publicó un artículo advirtiendo que la burbuja inmobiliaria española estaba a punto de estallar. Un escrito que venía a poner en entredicho el verano más placentero en el mejor de los mundos posibles que era en aquel momento España, así que al ministro de Economía le produjo urticaria y al día siguiente salió a replicarle, al igual que otros muchos expertos. Con el paso del tiempo resultó evidente que el único que tenía razón era De la Dehesa, lo que no ha propiciado el descrédito profesional de quienes aseguraban lo contrario. Ya se sabe, desde un estudio realizado hace años por la revista The Economist, que los economistas con más prestigio del mundo no son los que menos se han equivocado en sus augurios, sino los que siempre secundan las tesis más comúnmente aceptadas. Cuando se equivocan basta refugiarse en el error colectivo, mientras que quienes acertaron siguen siendo tratados como unos bichos raros antisistema.
Sólo así es posible entender que los organismos públicos que están para controlar la evolución de la economía mundial tengan tantos errores de bulto y tan persistentes. Bajo el mandato de un antecesor de Rato, el FMI puso a Argentina como ejemplo de política económica rigurosamente académica. Quizá lo fuera pero el academicismo de Menem sirvió para muy poco porque al año siguiente la economía del país se hundía en el abismo más profundo que haya conocido Argentina –y ha conocido pozos de todos los tamaños–. Las propiedades y los ahorros se quedaron sin valor en lo que la historia conoce ya como el corralito.
El problema específico de Rato es que no solo no enmendó esta situación en el Fondo Monetario Internacional sino que parecía completamente ajeno. Debía tener otro tipo de preocupaciones, las que le llevaron a dimitir por asuntos personales que nunca aclaró, y unas ideas muy someras de lo que se estaba cociendo en la economía internacional. Cuando dos años después dio una conferencia en Santander, invitado por la CEOE local y un asistente le preguntó por los productos estructurados y derivados que produjeron el estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera en EE UU él se limitó a aconsejarle: “Haga como yo, no invierta en estas cosas que no entendemos”.
El problema es que, por definición, el presidente del FMI está obligado a saber y entender de estos productos que gracias a unos envoltorios esplendorosos vendían trocitos de hipotecas de la peor calidad y que provocaron que todo el sistema se viniera abajo. Si el presidente del FMI demostraba tal desinterés y desconocimiento sobre aquello que tenía que regular no es de extrañar lo que ocurrió. Lo único que puede sorprender es el empeño por mantener un organismo internacional tan caro como tan inútil. A no ser que su auténtico objetivo sea reprender a los países en desarrollo que toman iniciativas inconvenientes y pasar la mano por la espalda de EE UU y Gran Bretaña “cuyas innovaciones financieras (los consabidos derivados) deben ser un ejemplo para otros países”, según decía entonces el FMI. Menos mal que aquellos a los que iba destinado el mensaje no tuvieron tiempo para seguir el consejo. Eso sí, todos los expertos y responsables del Fondo –esos augures de la economía tan fiables– luego encuentran un acomodo magníficamente remunerado donde seguir demostrando sus cualidades. En el caso de Rato, la presidencia de Caja Madrid.
Errores privados, problemas públicos
Si una chica queda embarazada porque su novio y ella misma no tomaron las suficientes precauciones, es un problema personal. A estas alturas, todo el mundo está suficientemente advertido y deberían ser más cuidadosos. Si hay 100.000 que cada año sufren embarazos no deseados, es un problema del Gobierno. Si alguien tiene la desgracia de sufrir un accidente de tráfico es como consecuencia de un error lamentable suyo o de otro conductor que le arrolla. Si al cabo del año hay más muertos en carretera que de costumbre, la culpa es del Gobierno. Si usted tiene una tienda y ha de cerrar por falta de negocio, es porque no ha sabido gestionar o adaptarse a los tiempos. Si cierra una fábrica con mil empleos, todos los ojos se vuelven contra el Gobierno, responsable, por supuesto, del problema o, al menos, de encontrarle una solución.
Somos un país incapaz de asumir que los grandes números están formados por la agregación de pequeños números. A partir de una cierta dimensión, nadie cree que el problema sea de quien toma las decisiones, sino de quien le dejó que las tomara: ¿Cómo pudo el Gobierno admitir que los promotores se lanzaran a una carrera desenfrenada de construcciones? ¿Cómo admitió que los bancos financiaran tantas operaciones inmobiliarias? Nadie se plantea que cada promotor tomó exclusivamente su decisión (nadie le empujó a ello) y que era absolutamente soberano para hacerlo. Si tenía una finca edificable y financiación, estaba en su pleno derecho a equivocarse, igual que cada entidad financiera decidía por sí misma cada préstamo.
Quienes reclaman libertad individual para emprender debieran aceptar que esa misma libertad pueda acabar en desastre, como ha ocurrido con el globo inmobiliario. La única limitación debe estar en los planes de urbanismo, que han de valorar cuáles son las necesidades de vivienda, pero la filosofía de la Ley del Suelo del PP era que todo suelo que no fuese expresamente protegido podría ser construible. Es decir, libertad absoluta para equivocarse. Por tanto, no viene a cuento buscar responsabilidades políticas en lo que no es más que un error colectivo de magnitudes gigantescas.
Después de los cuarenta años de dictadura seguimos pensando que el Gobierno tiene la obligación de ser una especie de tutor, pero sólo los estados con una economía centralizada –y de esos hay cada vez menos– deciden las casas que hay que hacer cada año o hacia qué sectores debe fluir la financiación. El resto dan a los empresarios y a los compradores la libertad de meter la pata (eso que se llama libre albedrío) bajo el supuesto de que el mercado les corregirá. Y vaya si les corrige.