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Los nuevos negocios

Hasta hace un par de años, lo de hacer que los coches funcionen con alcoholes o gasóleos de procedencia agrícola parecía una peculiaridad de Brasil, donde el trópico calenturiento puede justificar que cualquier cosa sea ardiente. Fuera de allí, nadie se lo había tomado en serio hasta que la posguerra de Irak trajo lo que todos suponíamos, menos la Administración Bush y Ana de Palacio, un fortísimo encarecimiento del petróleo. Como ya ocurrió en la Segunda Guerra Mundial, ese fue el pistoletazo de salida para buscar soluciones de todo tipo, y las más sencillas, por conocidas desde hacía muchos años, eran los biocombustibles. De repente, todo el mundo necesitaba reemplazar petróleo por energía autóctona, incluido Bush, lo que llevó a primar la destilación de combustibles a partir de cereales y a sacar millones de toneladas de grano del mercado tradicional de la alimentación.
Es cierto que se podía plantar más, pero no lo suficiente, de forma que los precios de los cereales empezaron a subir. Los fabricantes de biodiésel fueron los primeros en presumirlo y tomaron precauciones, asegurándose el suministro antes de poner la primera piedra de las fábricas. Firmaron descomunales contratos de suministro que dejaron muy satisfechos a los agricultores ya que trabajan bajo pedido y a muy buen precio. Todos contentos, hasta que se inició la espiral de precios que cabía imaginar. Las fábricas de biodiésel se multiplicaban y los cereales subían y subían. En México se creaba un problema social por la escasez y el encarecimiento de las tortas de maíz, el alimento básico de la población. En Italia, otro conflicto popular por la subida de las pastas que son el alimento trasalpino de cada día y en España un simple malestar, al descubrir que el petróleo era más de fiar que sus alternativas porque, al menos, no estaba salpicando de inflación todo lo demás.
Estos efectos no son nada comparado con lo que puede pasar ahora. Tras la escalada, los cerealeros se han encontrado con un precio de mercado muy superior al que habían pactado con los fabricantes de biocombustibles y se están pensando si romper los contratos y asumir las penalizaciones. Una vez que se han saltado las cuotas comunitarias y la subvención que cobran ha bajado de 45 euros por hectárea a 30, empiezan a valorar el lanzarse a tumba abierta a por el mercado alimentario que es donde está ahora mismo el negocio. De hecho, en el último año, las hectáreas dedicadas a girasol y cebadas para combustibles ya han descendido. Pero lo que es peor, los propios fabricantes de biocombustibles están llenos de dudas. En primer lugar, porque han recalentado demasiado el mercado de materias primas y ya no salen las cuentas y en segundo, porque a cualquiera se le ocurre que sacarían mucho más dinero revendiendo el cereal que han comprado a los fabricantes de alimentación que trasformándolo en biocombustibles, pero para eso tendrían que liberarse de un pacto entre comprador y vendedor que se lo impide.
La mano invisible del mercado acabará por resolver tantas dudas. Pero en ese momento surgirán otras y todas relacionadas con un negocio teledirigido, el de los biocombustibles, al que, como poco, ha acudido demasiada gente.

La exigencia de los indolentes

Las autonomías siempre prefirieron que fuese el Estado el cobrador de los tributos y pusieron más énfasis en las competencias para gastar que en las de recaudar. Pero, separar una función de otra lleva muy rápidamente al derroche y a pedir siempre más –a Madrid, por supuesto– de forma que el Estado empezó a convencerles de la conveniencia de la corresponsabilidad fiscal y asumieron competencias en este sentido. Algunas, como Cantabria se han planteado, incluso, tener una agencia tributaria propia, obviamente por la convicción de que por sí mismas serían capaces de recaudar más y mejor que el Ministerio de Hacienda.
Esa es la teoría. La realidad puede que sea muy distinta, porque la proximidad en este terreno fiscal y en la Justicia son siempre muy malas aliadas de la objetividad. Es muy difícil que un inspector o un juez actúen con la misma independencia si a quien inspeccionan o juzgan es una persona cercana o, al menos, conocida. Y en una región pequeña, por uno u otro motivo, hay muchas proximidades. Torcer la voluntad de un juez que ha llegado de Tomelloso y dentro de un año va a ejercer en otro destino a quinientos kilómetros de Santander es mucho más difícil que influir sobre alguien que ha vivido toda su vida en la región y espera seguir viviendo en ella lo que le queda de existencia.
La Comunidad Valenciana ha presentado las cuentas fiscales del pasado ejercicio y no ha recaudado un solo euro por sanciones. No es que no haya conseguido los 24,5 millones que tenía presupuestados, es que no ha impuesto ni una sola. Y como no cabe suponer que todos los valencianos, castellonenses y alicantinos hayan decidido a la vez cumplir escrupulosamente las obligaciones fiscales, es que algo ocurre. Vamos a suponer que se trata, simplemente, de mala gestión. Pero no resulta de recibo que quien se muestra tan indolente con la gestión de sus impuestos sea tan reivindicativo con todo lo que corresponde al Gobierno de la nación y, mucho menos, en sentirse permanentemente agraviado por Madrid, asegurando que no recibe lo justo.

Todo negativo

A Van Gaal le crispaba la propensión de los españoles a ver las cosas desde el punto de vista más negativo y puede que tuviese razón. Que un 45,8% de los cántabros, según el CIS, crean que la situación económica es mala o muy mala y que para otro 46,3% sólo llegue al grado de regular no deja de merecer una reflexión. Si los datos se hubiesen extraído de una encuesta traspapelada de finales de los años 70, en medio de una crisis económica mundial; a comienzos de los 80, con un desempleo en España del 22% o en 1993, año en que el país entró en recesión, resultaría perfectamente entendible. Pero no. Estos datos se corresponden con lo que opinaban los cántabros días después de las últimas elecciones regionales y en plena primavera que, aunque no haya sido especialmente soleada, suele mejorar el estado de ánimo.
Más de un 90% de la población cree que la situación económica es regular o mala. Todo esto ocurre cuando en la región hay una inflación del 2,7%, una tasa de crecimiento cercana al 4% –que probablemente sea una de las más altas de la historia– y con un porcentaje de desempleo del 6%, que también es inédito en un país donde la única vez que se consiguió el pleno empleo fue a costa de enviar a tres millones de trabajadores a la emigración. Unos parámetros económicos mucho más favorables de los que Rajoy le exigió a Zapatero en el discurso de investidura y bastante mejores de los que el propio Zapatero se atrevió a pronosticar. Y, sin embargo, no bastan para satisfacer a la población.
¿De verdad la economía es percibida por la ciudadanía como un problema inminente, o en esas contestaciones está trasladando su malestar por otras circunstancias? Es evidente que quien se hipotecó al límite de sus posibilidades y no calculó los efectos de una subida de tipos de interés, puede estar realmente incómodo con la situación económica aunque los tipos de interés sean ya completamente ajenos a lo que haga u opine el ministro Solbes. Pero eso no explicaría por qué andan con el ceño fruncido todos los demás, incluidos los que han hecho una buena caja con los máximos históricos de la Bolsa. Es evidente que su problema no es la situación económica propia, sino la que presumen que padecen otros o puede padecer el país en el futuro, a resultas de lo que leen cada día en muchos periódicos o escuchan en bastantes más emisoras.
Los mensajes catastrofistas calan más y mejor que los optimistas, por algún tic que comparten, extrañamente, los países de tradición católica, los orientales y los musulmanes, convencidos de que al final nada va a salir bien.
De nada vale constatar que nunca antes se vivió mejor. Que el patrimonio acumulado por cualquier familia española que tenga una casa en propiedad es muy superior a lo que nunca llegó a suponer. Que se toma lujos que ni se atrevía a imaginar, como vacaciones en el extranjero, vuelos a cuatro duros, cruceros, restaurantes… Que decide dónde trabaja y por cuánto está dispuesto a hacerlo. Que por mucho que le asusten, está convencido de que su pensión de jubilación está garantizada y que el Estado no le va a fallar. Que juega a la especulación con la Bolsa o con segundas viviendas. Que envía a sus hijos al extranjero a completar su formación. Que empieza a pensar en cambiar de coche cuando apenas tiene cuatro años…
Pues todo esto, lejos de generar un estado de satisfacción y de optimismo colectivo, genera inquietud y, en algunos, frustración. Para más de la mitad de la población la economía cántabra va mal o muy mal. ¿Qué tiene que ocurrir para que vaya bien? Probablemente nada. Bastaría con que algunos líderes de la opinión mediática cambiasen su discurso desasosegante. Puede que no nos sumergiésemos en un océano de tranquilidad, pero al menos tendríamos un poco más de equilibrio a la hora de analizar si tan mal estamos.

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