La huida del tiempo
En una entrevista concedida a una emisora de radio de Montreal, su ciudad natal, el último Premio Príncipe de Asturias de las Letras, Leonard Cohen, teoriza sobre lo que para él, con 74 años a cuestas, ha significado esa cosa tan complicada del amor: «El amor es la actividad más difícil con la que entramos en contacto los seres humanos. Tenemos la sensación de que no podemos vivir sin amor, que la vida tiene muy poco sentido sin amor. Entonces, somos invitados a este campo, un escenario muy peligroso donde las posibilidades de fracaso son grandes. Y no hay una lección para aprender acerca de ello, porque el corazón está todo el tiempo abriéndose y cerrándose, ablandándose y endureciéndose. Pasamos de la alegría a la tristeza, por lo que no hay ninguna certeza. Sólo sabemos que hay que tener coraje, porque al cabo de cierto de tiempo la acumulación de derrotas va a ser significativa. Así que las personas que tienen la suerte de conservar un contacto razonable con el otro son realmente afortunadas».
Una vez desmoronadas todas la utopías que nos mantuvieron ocupados durante los últimos lustros –ya saben, el socialismo, el capitalismo, el comunismo, el fascismo, el feminismo, el hippismo o el tecnologismo– parece ser que la utopía del amor es la única que nos queda, la única que todavía nos puede redimir, para transcender de una puñetera vez de nosotros mismos, dejar de convertirnos en el centro de nuestro propio drama y no deambular más de taberna en taberna, como almas en pena, lamentándonos por lo que nos pasa y por lo que no nos pasa, aburriendo a cualquier otro desamparado con el infortunio al que unos esquivos dioses o el caprichoso azar creemos que nos han sometido.
Pero, siendo el amor nuestra última utopía cuando la razón cínica reina sobre todas las cosas, ¿hay alguna manera de evitar caer abatidos bajo los últimos cristales de su ruina? ¿hay alguna manera de superar el pánico que nos produce saber que entregándonos al amor nos estamos enfrentando no solo a la última utopía sino también a un fenómeno con unas cualidades tan misteriosas, poderosas y eternas que, además de descolocarnos totalmente, puede convertirnos en unos tristes guiñapos?
Para nuestro infortunio, en esta sociedad copada por multitud de distracciones que nos entretienen la vida –ya saben, el fútbol, los videojuegos, el alcohol, el porno, los viajes, las drogas, internet, la promiscuidad sexual…– los amantes, durante el juego de la seducción, llegan a evitar el amor para no enfrentarse con una posible situación de desencanto y sufrimiento, que puede convertirse en aún más dolorosa que la soledad y el aislamiento. Eso es lo que nos advierte el teórico francés Roland Barthes: «Para reducir su infortunio, el sujeto pone su esperanza en un método de control que le permita circunscribir los placeres que le da la relación amorosa».
Circunscribir es una manera de cerrar aún más el círculo: se trata de localizar de una manera maniobrable al amado, encerrarlo, controlarlo, nombrarlo, atraparlo. Se trata, por cierto, de empezar a ejercer el dominio para evitar la dominación. Pero, a pesar de lo que propone Barthes, es muy difícil, prácticamente imposible, «olvidar al ser amado fuera de los placeres que da». Por eso mismo, porque casi nadie es capaz de manejar con sabiduría, con precisión el tira y afloja de la relación amorosa, porque en una sociedad cercada por la modernidad reflexiva, Gustavo Adolfo Bécquer es un cursi, los románticos unos tarados suicidas y el propio Leonard Cohen un cantante depresivo. Es preciso, entonces, evitar el amor; evitar la pasión y lo que la desencadena; rehuir y esquivar el futuro dolor; crear armaduras de palabras que impidan convertirnos en seres vulnerables dominados por la pasión amorosa.
En esta sociedad cínica y desencantada, sobrada de racionalismo, sólo las personas con coraje, héroes de nuestro tiempo, aman, porque blandir la espada de la utopía del amor es ganarle una batalla al miedo, a la parálisis y al tremendo aburrimiento de vivir una vida haciendo ricos a los psiquiatras, alimentada con litros de alcohol y montones de pastillas para combatir la soledad y la depresión. Eso que los antiguos llamaban angustia vital.