Inventario
Un desastre
Debieran tener los sastres secreto profesional? Después de lo visto, ya no cabe ninguna duda. Un sastre anónimo le puede hacer un traje de rayas a cualquier político de mano larga, pero de esas rayas que nadie querría ponerse. El caso Camps parece una anécdota pero refleja una situación que desgraciadamente es bastante habitual. Muchos contratistas que pululan por el entorno de los Gobiernos o que directamente viven de ellos no cejan en agasajar de palabra y obra a quien les da de comer.
La teoría democrática se previene de tanta complacencia cambiando de vez en cuando los partidos que gobiernan, con la esperanza de que, si no pueden erradicarse del todo estas costumbres, al menos sean otros los beneficiarios de los agasajos y de los contratos, pero el instinto de supervivencia de la mayoría de estos profesionales del hábitat de la política les lleva a sobreponerse a esa circunstancia. Si cesa el presidente, el consejero o el alcalde de turno, acuden solícitos a obsequiar al siguiente con el mismo o mayor celo y pronto logran convertirse en imprescindibles.
El día que canten todos los sastres del país se formará un coro polifónico desmesurado. Para suerte de los políticos, la inmensa mayoría no son tan deslenguados como el sastre de Camps, con lo que no cabe esperar que el asunto llegue a gran desastre.
La anécdota de los trajes no puede enmascarar una categoría: la creciente insensibilidad general para percibir como corrupción la entrega de pequeños o grandes contratos públicos a compañías amigas. Un camino deslizante que comienza con el interés del político por salvar a una empresa con problemas. Luego, la misma medicina (una obra, una recalificación o una concesión) sirve para jugar desde el poder a hacer estrategias empresariales, fomentando la aparición de grupos potentes. Más tarde, esa misma razón de estado que en opinión del político se santifica por sus fines loables, sirve para empujar a amistades con muy buenos proyectos y finalmente para cualquier adulador, como Correa, que descubre que por el precio de un traje bien cortado se puede conseguir el contrato para montar el pabellón de Fitur. Se ha devaluado tanto esto de la corrupción que, al igual que los adjudicatarios de obras saben que han de hacerse cargo del anuncio en el que se publicó el concurso, los Correas de turno han acabado por contabilizar el traje de cortesía. Qué desastre.
El fin de un modelo
Pese a todo lo que se ha dicho, la economía española cabalgaba al galope a lomos de un caballo alimentado con dinero abundante y mano de obra barata, ambos llegados del exterior, aunque de lugares distintos. Todo lo demás (vivienda, demanda interna, productividad…) eran meras consecuencias de estos dos factores que probablemente no se volverán a juntar en muchos años. El dinero, que sobraba en toda Europa, ha dejado de sobrar, y a medida que vencen los plazos, lo que vino se vuelve a casa, obligando a nuestros bancos a devolverlo con parecido esfuerzo al que hacen los hipotecados ciudadanos de la calle para retornárselo a ellos.
Casi nadie es consciente de lo que significa tener estabilidad política o un régimen garantista, pero es mucho más importante que tener materias primas o una paz social impuesta manu militari. A pesar de la crispación social interna de la pasada legislatura, en la que la mitad de los españoles pensaban de buena fe que el país se rompía o que en la lucha contra el terrorismo no solo no se avanzaba, sino que se retrocedía, el dinero llegaba a España a raudales y los inmigrantes también. Lo que pensaban los extranjeros de España no parecía tener mucho que ver con lo que pensaba una parte muy significativa de los nativos del país y no deja de resultar paradójico que tuviesen más confianza en nosotros que nosotros mismos, pero así de sorprendente es la vida.
La crisis ha cambiado este escenario y ya no llegará el dinero a espuertas ni los inmigrantes en la misma proporción, pero es evidente que la solución de una buena parte de nuestros problemas está en el exterior. Si EE UU se recupera, Europa se recuperará y si se recupera Europa, España saldrá de este marasmo, pero no es fácil saber cuándo rebotará ni con qué fuerza, porque una cosa es dejar de caer y otra muy distinta que retornen las grandes oleadas de dinero. Llegarán, porque España seguirá ofreciendo confianza como país, pero probablemente en menor cuantía, porque ya nadie está para excesos, al menos durante un tiempo. Ya sabemos que de las crisis se sale escarmentados… hasta la siguiente, porque la memoria es flaca; las ansias de ganar dinero, muchas; y las cautelas siempre limitadas.
Por fin, el sentido común
El sentido común acaba por imponerse, aunque a veces llegue por caminos muy retorcidos o después de unos cuantos tropiezos. Va a ocurrir con los terrenos de la fábrica de Sniace. En la última década y media, ese suelo ha sido el comodín que guardaba la compañía para resolver sus inacabables problemas financieros. Muchos de los que se acercaron a Sniace, en realidad sólo pensaban en ese suelo porque, como todas las empresas que han quedado huérfanas de empresario, sólo encuentran la caridad ajena cuando alguien olfatea un negocio en su desguace. Sniace estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado, pero ya que estaba… habría que sacar el mayor partido posible.
En 1992 la empresa pasó un momento difícil, con una suspensión de pagos, seguida por un cierre de la factoría al que casi nadie creyó que sobreviviría. Pero sobrevivió, por el empeño de sus trabajadores y la implicación de las instituciones. Nunca se ha sabido, pero en aquel momento se llegó a plantear cómo resolver una situación tan desesperada para Torrelavega si la empresa no volvía a abrir y la alternativa pasaba por hacer un polígono industrial en sus terrenos, una solución cuyos frutos tardarían en verse, pero probablemente la única. No hizo falta, pero la idea no tenía por qué ser excluyente con el funcionamiento de una fábrica que no necesita, ni mucho menos, todo el suelo que ocupa su recinto.
La propia fábrica se cuidaba muy mucho de poner ese suelo en uso, en parte porque estaba hipotecado y en otra parte, porque veía en él expectativas mejores. Banesto presionó a la fábrica y a los trabajadores para que éstos, a su vez, presionaran al Ayuntamiento de Torrelavega hasta conseguir una recalificación que repugnaba al sentido común, pero la Corporación de Torrelavega –como la de Santander cuando lo necesitó Nueva Montaña Quijano– no tuvo otra alternativa que ceder a una solución disparatada, la de hacer edificios de once plantas para tratarse de tú a tú con las chimeneas de la fábrica.
Es probable que las casas hubiesen encontrado un comprador –cosas más difíciles se han visto– pero el conflicto estaba asegurado a muy corto plazo. Se resolvía un problema a cambio de crear otro, pero las empresas saben que los políticos están menos preocupados por el largo plazo que por el corto. Con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la expectativa de negocio ha cambiado radicalmente y ya nadie en su sano juicio haría casas dentro del actual recinto fabril. Así que ha aflorado la razón, la que debería haberse impuesto desde un principio, y ese terreno excedente de la fábrica será destinado (al menos esa es la pretensión) a polígono industrial, una actividad mucho más compatible con las chimeneas de Sniace que las viviendas y que podrá aprovechar unas infraestructuras ya existentes, como la salida a la autovía, muy costosas de hacer en otro lugar.
Para llegar a este punto han tenido que pasar diecisiete años y no pocos conflictos. El suelo no puede ser el comodín al servicio de quien lo posee, porque el urbanismo no se puede hacer a la carta, ni siquiera bajo la presión de un conflicto social. El urbanismo tiene que estar al servicio del interés general –que no siempre es el mismo que el de un colectivo, por numeroso que sea– y del sentido común. Empeñarse en el desarrollo urbanístico del corredor que media entre Solvay y Sniace era un despropósito de casi imposible ejecución cuando Sniace tenía terreno industrial excedente ya calificado, y demasiado paradójico el tener que cambiar la calificación de este suelo para hacer viviendas si tan prioritario era hacer sitio a nuevos proyectos empresariales.
La crisis va a poner en razón lo que parecía un despropósito, pero en otros casos no ha ocurrido así y lo lamentaremos. Las industrias han sido rodeadas por las viviendas y se tendrán que acabar yendo. En los años de euforia, es posible que el valor del suelo que desalojaban pudiese compensar ese traslado, pero ahora esa solución ya no existe. El que cierre una planta no será para ubicarla en un lugar mejor y hacerla más moderna, sino para no volverla a abrir. Las fábricas, por el contrario, tendrán que buscarle más rentabilidad al suelo que ocupan y la solución de Sniace puede ser óptima, para sus intereses, para quienes necesitan donde asentarse sin esperar años y para los vecinos de Torrelavega. ¿Tan difícil era haberlo pensado antes o es que había demasiados intereses especulativos en juego?