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La huelga médica

Ningún sindicato del mundo se plantea hacer una huelga cuando todo el personal está de vacaciones, porque es perfectamente consciente de que la eficacia de un paro es proporcional al trastorno causado a la empresa. Muchas veces sucede que la empresa es pública, como ocurre en los transportes o en la sanidad, y el trastorno lo paga un colectivo muy amplio que no tiene culpa ninguna y apenas sabe de qué va el conflicto. En este caso, como quien ejerce de empresario no es exactamente el dueño del negocio sino un gestor político, que se juega el descrédito pero no su patrimonio, suele estar más predispuesto a aceptar lo que piden los huelguistas que, al fin y al cabo, va a correr a cargo de los Presupuestos. Y se cede, a veces con motivos y muchas veces sin ellos. Así hemos creado clases laborales tan absolutamente privilegiadas como los pilotos de Iberia.
En el caso de los sanitarios de Cantabria su situación no es equiparable, pero no dejan de utilizar mecanismos semejantes. Sus percepciones económicas siempre han sido modestas pero sólo en una ocasión anterior –y han pasado diez años– habían planteado una huelga. Ahora saben que las elecciones están próximas y que una consejería gobernada por el PSOE es más débil a la presión que mientras estuvo gobernada por el PP. De hecho, la consejera Quintana ha hecho numerosas cesiones en lo que va de legislatura, entre ellas el regalar la jornada de 35 horas motu propio, sin que ningún sindicato le haya agradecido tanto candor y la famosa carrera profesional, un honorable concepto que en realidad sólo esconde un complemento salarial más. Tampoco le ha reconocido nadie que el gasto en personal haya subido más de un 50% en sus tres años de mandato, algo que supera con mucho las posibilidades presupuestarias derivadas del acuerdo de transferencias que negoció en Madrid el anterior Gobierno. Es cierto que ahora había dinero, pero también es verdad que esas cantidades que desbordan la financiación propia de la sanidad salen de las carreteras, de la ganadería o de la industria, porque lo que alguien gasta de más otro lo tiene de menos.
Esa circunstancia pasaba desapercibida mientras los Presupuestos de Cantabria crecían a un ritmo anual del 21%, pero esa época puede darse por cerrada, ya que el dinero de Europa prácticamente se ha acabado y la carga fiscal no puede crecer indefinidamente. A partir de ahora, la enorme cuantía que devora la sanidad sí que repercutirá en otras consejerías y no hace falta ser adivino para saber que va a causar un agujero muy significativo, porque sus gastos son recurrentes, con la discutible excepción del farmacéutico. Una vez que se aprueban hay que pagarlos año tras año y no habrá consejero capaz de desmontarlos, al contrario de lo que ocurre con las inversiones o con las subvenciones, que pueden desaparecer de un ejercicio a otro.
No hace falta remontarse a un pasado muy alejado para sacar conclusiones. A los tres años de ser transferida la sanidad, Cantabria, como el resto de las autonomías, ya comprobaron que no eran capaces de gestionar la nueva competencia con el mismo dinero que dedicaba el Estado y que la espiral de gasto avanzaba a un ritmo desaforado. Como ya ocurriera en tiempos de Felipe González, cuando el Gobierno central hubo que acudir en socorro de la sanidad gallega, Zapatero se vio forzado a lanzar un salvavidas a los nuevos náufragos y pactó una financiación añadida, pero tampoco va a ser suficiente, ni siquiera ahora que el gasto farmacéutico empieza a contenerse. Las autonomías gastan muchísimo más para las mismas prestaciones; se empeñan en añadir otras nuevas y muestran todas sus debilidades cuando los colectivos azuzan sus reivindicaciones al grito de “en otros sitios pagan más”, exigiendo la equiparación en cada concepto salarial con el lugar donde más se remunera, en una carrera en la que nunca se llega a la meta.
Quizá por eso, las demandas de los médicos parecen excesivas, sobre todo las del principal colectivo promotor de la huelga, que ni siquiera se había sentado a negociar. Que una guardia de 24 horas se vaya a pagar a 72.000 pesetas y el Sindicato Médico siga exigiendo más de 100.000 –el doble de lo que se pagaba– es poco solidario con la mayoría de los contribuyentes, que se conforman con la subida del IPC que, por cierto, los médicos cántabros han venido superando ampliamente en los últimos años a través de los muchos complementos con los que las regiones se han saltado las limitaciones establecidas por el Estado para las subidas a los funcionarios.
Pero lo más desconcertante es que ninguna de estas demandas se hayan planteado hace tres, cinco o siete años, cuando sus salarios eran bastante inferiores, no había jornada de 35 horas, el número de cartillas por médico era muy superior y no se pagaba carrera profesional ni tampoco el complemento del acuerdo marco prometido por el anterior consejero, Jaime del Barrio. Con un poco de malicia cabe pensar que se repite lo que ya ocurrió a los tres meses del efímero Gobierno de Gestión, cuando CC OO convocó una huelga de funcionarios para reclamar un complemento de homogenización salarial. El Gobierno de Jaime Blanco no tuvo más remedio que claudicar para evitar la huelga pero sólo tres meses después volvió Juan Hormaechea a la presidencia y ni al retornado se le pasó por la cabeza pagar lo ya aprobado ni el sindicato que tan belicoso se había mostrado poco antes hizo ninguna medida de presión para reclamar su cumplimiento. No hay ideologías que valgan: la izquierda es débil y los sindicatos de todos los colores son perfectamente conscientes de ello.

Subvenciones para contaminar

No hay evidencias de que clamar al cielo dé un resultado práctico porque sólo en una universidad norteamericana se han tomado la molestia de hacer una estadística al efecto y los resultados indicaron que la evolución de los enfermos con familiares que realizaban plegarias por ellos no era muy distinta a la del resto. Quizá el trabajo haya sido poco concienzudo, pero no hacen falta estudios de campo para saber que clamar ante los gobiernos sí que tiene resultados y lo utiliza cualquier colectivo con una mínima capacidad de presión. Sólo hay que quejarse insistentemente, porque el que no llora se queda con las ganas de comer. Y con tanta predisposición a creer que los gobiernos lo pueden casi todo, los propios gobernantes han acabado por asumirlo y hacen brotar el dinero por doquier. Hay subvenciones para todo y para todos, no se sabe si por el convencimiento de que ayudan en algo o por el simple hecho de dejar contento al que las recibe. Por lo general, son perfectamente inútiles para el fin que supuestamente se busca con ellas, pero hay que reconocer que entre los colectivos receptores crean la sensación de que el Gobierno se preocupa por ellos y, con el dinero en el bolsillo, todo el mundo es mucho más agradecido.
La última, entre la abrumadora cascada de nuevas subvenciones, es la esbozada política de compra de derechos contaminantes para repartir entre las industrias afectadas por las limitaciones del CO2. Así podrán contaminar un poco más de lo que tienen autorizado, porque ese coste se lo pagaremos entre todos.
La idea no sólo va contra el principio establecido por el Ministerio de Medio Ambiente de que ya no es asumible contaminar a cambio de pagar un canon –que se lo pregunten a Sniace– sino que lo fomentaría directamente. Es prácticamente una invitación a no ponerse las pilas en esa batalla que tenemos que ganar para producir más contaminando menos.
Es cierto que eso no resulta fácil, pero ninguna industria cántabra se puede quejar, al menos por ahora, de que las condiciones de Kioto hayan supuesto un grave obstáculo a su evolución o haya reducido su competitividad con respecto a las fábricas de otros países. La realidad ha sido que la mayoría han tenido derechos de emisión de CO2 de sobra; que algunas de las afectadas ni siquiera fueron a tramitar la solicitud de los derechos que les correspondían y lo tuvo que hacer de oficio la Consejería de Medio Ambiente y que otras han hecho negocio con los derechos sobrantes, puesto que los han vendido a terceros.
Esta situación no va a ser tan idílica cuando se ponga en práctica la siguiente fase del Plan Kioto y, mucho menos, tras el 2012 cuando de verdad tendremos que ajustarnos a la cuota concedida a España lo que, a cinco años vista, ya parece imposible de conseguir. Pero no podemos crear ya la conciencia de que si las empresas no son capaces, el propio Gobierno cántabro les pagará el incumplimiento porque es una forma de renunciar desde ahora mismo a ese objetivo. Si cuando se impuso el sistema de cuotas lecheras el Gobierno hubiese dejado entender que se haría cargo de las multas que la UE impusiese a los incumplidores, hoy la situación sería caótica y, de hecho, lo fue en Galicia donde Fraga prácticamente convenció a sus ganaderos de que no debían preocuparse demasiado por pasarse de la raya.
Si de lo que se trata es de hacer frente a esta nueva situación, el Gobierno puede buscar nuevas vías de subvención para incrementar los incentivos a las industrias que mejoren su tecnología para reducir su contaminación. De esta forma la ayuda se convierte en una política activa en favor de la causa que persigue Kioto, mientras que comprar derechos para emitir CO2 con la intención de repartirlos gratuitamente ni es ejemplarizador, ni respeta el principio de unidad de mercado, ni resuelve nada a largo plazo. Y no cabe imaginar, siquiera, que la situación pudiese llegar al extremo de regalar derechos de contaminación pagados con dinero público a quienes ahora están haciendo negocio vendiendo los que les sobran.

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