OPINION

En este país, cada vez que nos acercamos a unas elecciones legislativas hacemos un ejercicio de autocontemplación: nos miramos a los pies y escrutamos la calidad de sus calzados; el estómago, para oír ruidos o sentir complacencia; las manos y los bolsillos, para estimar la cantidad y calidad de su contenido. Nos palpamos y comparamos, en una gimnasia masoquista, con tiempos pasados. Las propuestas de los políticos procuran inquietarnos o tranquilizarnos en esta autorreflexión. El dilema es: ¿estamos mejor o estamos peor?.
Mis tres problemas se me aparecen cuando levanto la mirada del suelo que piso y, a mi entender, tienen más trascendencia que aquellos que los políticos insisten en recordarnos.
Primero: Me preocupa la definición de lo que es Europa. Cuáles van a ser sus componentes definitivos, cómo se realizará esta integración, dónde estarán sus fronteras, cómo articularán sus recursos humanos y materiales… Me preocupa la falta de un pensamiento, de una forma de ser europea que dé contenido a una nueva sociedad. Me preocupa el desierto ideológico en que estamos sumidos…
Suponiendo que la ideología que aglutina a Europa esté basada en la religión cristiana, sus fronteras serán España y los Urales, y su capital estará, presumiblemente, en el centro de esa vasta superficie. Como resultado, nos quedaremos al borde del imperio, allí donde los romanos situaban a sus legiones para mantener a raya las hordas de bárbaros, documentando históricamente por “frecuentes campañas de pacificación”. Y el borde, con frecuencia, limita con el abandono y con el olvido.
Segundo: Partiendo de una Europa construida por países que compartan un mínimo de principios básicos –constitución, sistema democrático, respeto a la pluralidad, mutabilidad de las leyes por consenso, etcétera–, resulta que una vez desaparecidos los países colchón, tenemos como vecino a un mundo radicalmente distinto al nuestro: estamos rodeados por estados musulmanes, con fuerte tasa de natalidad, desequilibrios sociales crónicos, donde el reparto de la riqueza se hace por vía de la limosna, regidos todos ellos por un texto sagrado que no se presta a interpretación: El Corán. Una sociedad con la que nuestra memoria histórica nos vincula permanentemente mediante guerras, invasiones, altercados y períodos de explotación, y que ya ha comenzado a interferir en nuestra vida cotidiana, laboral y doméstica, con mayor o menor virulencia, según el índice de demanda de obra barata y poco cualificada.
Comparada con EE UU, China y Japón, Europa será la única potencia mundial, económica e ideológicamente hablando, que comparta fronteras con el mundo musulmán, y es urgente que empecemos a diseñar un esquema de relaciones diferentes del modelo cruzada, invasión turca, patera o gueto urbano.
Una cosa sí parece segura: el resto de las potencias no nos van a ayudar a resolver este problema. Como botón de muestra tenemos un pequeño ensayo reciente en el conflicto de la antigua Yugoslavia. La historia suele dar pocas oportunidades de reflexión y escaso tiempo para tomar, o rectificar, posturas. Este conflicto nos demuestra inmadurez, impotencia, falta de influencia y credibilidad, y aún más, la escasa capacidad de asumir los cambios que nos aguardan.
Tercero: Europa, envuelta en alguna suerte de sopor de bienestar casero, no termina de asumir una realidad socioeconómica que sus competidores hace tiempo percibieron. El potencial económico mundial se está desplazando irremisiblemente hacia el Pacífico. El mar de China será el mar Mediterráneo de los romanos. Lejos de esta zona quedan las provincias productoras de materias primas y con escaso desarrollo socioeconómico. Si miramos la imagen mundial, nos encontraremos precisamente en las antípodas de la futura capitalidad, relegados a provincias remotas de ultraocéano.
Este es el enunciado, esquemático de mis tres problemas. Problemas que me preocupan porque crecerán en intensidad durante este siglo que comienza, y porque serán, sin duda, las grandes cuestiones de fondo para nuestros hijos. No podemos sustraernos a su influencia, y presiento que nuestra sociedad estará más determinada por estos temas que por el plan hidrográfico nacional, aún siendo éste indudablemente importante.
Por eso, se echa falta en las campañas políticas un pequeño ejercicio por parte de nuestros líderes: levantar la cabeza y mirar hacia el futuro, por encima de nuestros límites geográficos más inmediatos para inculcar una conciencia trascendente a los ciudadanos.
Es cierto que se disputan votos concretos y la posibilidad de gobernar los asuntos domésticos, pero insisto en la sensación de pedanía que esta postura me produce. Sé que ahora nos prometen arreglarnos la casa, incluyendo detalles concretos sobre la decoración del jardín o el alicatado de los baños, pero ¿son compatibles estos arreglos con el plan urbanístico de la comunidad? Y, sobre todo, ¿tenemos plan urbanístico? Hasta aquí mis reflexiones, en un ejercicio de autodisciplina que implica echar, de vez en cuando, una miradita por encima del ombligo.

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