El paraíso tenía precio

El Estado del Bienestar es una gran conquista pero ha tenido una consecuencia imprevisible: la gente empieza a desconocer el coste de sus acciones, lo que está multiplicando las conductas de riesgo. Frente a aquellos tiempos en que cualquier acción nimia llevaba a que un desconocido te diera un capón por las buenas, producto de una sociedad represora que tenía tan interiorizado el franquismo que ni siquiera necesitaba a Franco, la España de 2017 da por sentado que el premio es un reconocimiento objetivo pero el reproche siempre es injusto. El paternalismo ha convertido a los niños en príncipes incordiantes, ha creado en los jóvenes la certeza de que siempre habrá alguien que les saque de cualquier embrollo y ha llevado a los no tan jóvenes a suponer que si no han conseguido el éxito es exclusivamente por la incompetencia de otros, especialmente del Gobierno.

Una sociedad a la que se trata de evitar cualquier frustración es capaz de poner los huevos en cualquier cesta sin fondo convencida de que allí se sostendrán seguros. Solo así es posible explicar las autoridades catalanas hayan llegado a convencer a la mitad de su población de que separarse de España para alcanzar el paraíso que les teníamos vetado es un proceso sencillo en el que solo les esperan días de gloria y no de sufrimiento. Pero este divorcio ni es fácil ni inocuo. No se trata de decidir dónde hacer las próximas vacaciones ni siquiera de cambiar de barrio. Se trata de romper un entramado personal y económico tejido a lo largo de siglos y someter a la tortura emocional a una población en la que varios millones de habitantes no han nacido en Cataluña y, por tanto, tienen sobradas razones para sentirse tan españoles como catalanes, por lo que no parece que tuviesen demasiado que celebrar.

Tampoco los otros, que una vez superada la euforia empiezan a notar la altura del abismo. Un estado es una máquina administrativa que tiene la obligación de crear un espacio seguro, cómodo y motivador para sus ciudadanos. Si lo que ofrece es de alta calidad, los habitantes querrán quedarse en él, si no ofrece más que miseria, los romanticismos duran poco y la gente emigra. Una Cataluña independiente tendrá que demostrar que puede ofrecer más que ahora en unas condiciones mucho más difíciles, porque las rupturas sentimentales provocan desgarros duraderos. Pero solo va a poder ofrecer, como ya es evidente, una insoportable división interna, incertidumbre económica y huidas masivas de capitales y clientes. Rajoy se ha equivocado al no saber crear en aquella comunidad un relato ilusionante alternativo al de los secesionistas pero acierta de pleno en dejarles cocerse en su propia salsa. No es la política la que va a dar una salida a la situación, sino la economía y no es Madrid el que va a acabar con este demencial suflé, sino ellos mismos. Detener a los dirigentes insurrectos es crear mártires para la historia y negociar con ellos es reconocer la validez de la fuerza para doblegar al Estado, además de mostrarle el camino a cualquier otro. En cambio, dejar que la población irredenta vea cómo huyen las empresas es una vacuna a largo plazo, acaba para siempre con las ensoñaciones de una república catalana idílica y no tiene nada de legendario, porque es la imagen de la derrota.

40 millones de consumidores españoles pesan más que los siete de Cataluña y la evidente posibilidad de que se cree un clima hostil hacia los productos de aquella comunidad es un escenario que ninguna empresa allí asentada puede afrontar, piense su propietario como piense. Mucho menos las multinacionales, que no tienen ningún apego al territorio. Y si a los catalanes les queda algo del seny que se les suponía, debieran haberlo supuesto.

La historia teje unas relaciones personales, económicas y sociales tan complejas que es muy difícil deshacerlas, como comprueban los británicos con el Bréxit. En Cataluña será mucho más evidente y, ocurra lo que ocurra, va a dejar jirones muy profundos. Por eso resulta tan difícil entender la inhibición de los siempre prácticos empresarios catalanes ante la locura en la que se han embarcado sus representantes políticos. Pagarán un precio muy caro, y lo pagarán también sus trabajadores, los que han votado independencia y los que no. Es lo que ocurre cuando algunos no son capaces de valorar las consecuencias de sus acciones. Puede que ahora piensen que lo compensa la épica de su historia, pero que recuerden que España siempre pagó muy cara su épica. El globo catalán se deshinchará por sí solo y por eso es mejor esperar. Será mucho más efectivo y nos saldrá más barato a todos los demás.

Alberto Ibáñez

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