La bahía imaginaria de Gloria Torner

Por Rosa Pereda

Decir Gloria Torner es decir la bahía de Santander y decir genialidad. La más joven veterana de nuestros pintores, que sale a la calle todos los días del año con un bolso lleno de tesoros de la memoria y un cuadernito donde dibuja algo y algo escribe. Que sube y baja varias veces al día las escaleras del segundo piso, donde vive. Que tiene un estilo propio en el vestir, moderno y transgresor, perfectamente reconocible, como tiene un estilo propio en el hablar, un humor inteligente y algo surrealista, pero siempre acerado y acertado. Desde hace un par de años, quizá más, en Pombo, en el Alaska o en Castelar, depende a dónde la lleve su tertulia de señoras estupendas, pinta una tacita de café en su cuaderno. Ahora son rosas o azules, todas distintas, todas parecidas. Como la bahía de Santander. 

Gloria Torner se encontró con la bahía cuando ya era pintora, todavía de los ocres y grises generacionales, y bajaba temprano a la mañana al espigón de Puertochico, a pintar los veleros, “esos triángulos blancos en medio de todos los azules”. Empezó para optar a una beca de la Diputación, que consiguió, claro, y siguió hasta convertirse en “la pintora” habitual del muelle, donde aún se vendía arena del mar y donde esos golpes geométricos de blanco en los azules podían ser el perfil de una gaviota, la cal de una caseta o el laberinto de una caracola. O un erizo fósil, de los que le trajo una tarde Pepe Hierro, o “la osadía del Puntal atravesando el mar”, según sus palabras.

Enseguida la bahía ganó una dimensión metafísica que crecía a medida que los objetos –el Puntal, los erizos, la paloma o la vela– permanecían posados en medio del cambio, de los movimientos de la luz y los azules y verdes y grises, que son, como la vida, cambiantes y pasajeros. Y ahí estaba ya la pintora, con sus colores cada vez más ácidos y más puros.  

Todo venía del blanco y de una formidable voluntad de pintar, de reflexionar sobre la pintura y el trabajo de quien la hace, y de encontrar una voz propia de mujer pintora. Ahora es una artista reconocida, en su tierra y fuera de ella, pero no le fue fácil. Para ninguna mujer lo es, y en su generación –Torner nació en 1934– menos aún. Ahora las leyes de igualdad, los denostados cupos de discriminación positiva, el acercamiento a la paridad, facilitan mucho las cosas. En aquellos entonces era muy chungo ser mujer y artista. De hecho, la primera galería a la que se dirigió en Madrid la rechazó literalmente por ser mujer, ¡qué lástima con lo buenos que son los cuadros! Dice que lloró. Suerte que enseguida apareció la galería EDAF, del editor Antonio Fossati, y su director, Enrique Azcoaga, recién vuelto del exilio argentino, lo vio claro y la expuso. Cosas de la vida, el edificio en el que estaba la galería, en la calle Jorge Juan de Madrid, lo había construido el ingeniero civil Jaime Barnatán, que años más tarde sería mi suegro. Añadiré que mi primer libro lo publicó EDAF, así de raras son las cosas. De esta curiosa confluencia me acabo de enterar escribiendo este perfil de mi tía Gloria, y no he resistido la tentación de contársela a ustedes. 

El maestro Roland Barthes pedía a los críticos (escribir es criticar), que expresen sus puntos de partida, que no se hagan pasar por objetivos, que de eso no hay. Yo no soy objetiva, y con Gloria Torner, no puedo serlo: es un puntal de Villa Pereda, la finca tribal de Canalejas construida para y por los hermanos Pereda de la Reguera. El suyo era Juan Antonio, con quien se casó en 1965, y que no sabía si la veía o la soñaba. El tío Toño, que me enseñó, con poco éxito, a jugar al tenis y a patinar. Y que, con sus habilidades sociales y su don de gentes, se dedicó a apoyarla.

Villa Pereda, ella lo cuenta y yo lo corroboro, es un sitio raro, que imprime carácter, donde se han dado cita pintores y poetas, historiadores, editores, críticos y músicos. Los poetas comprendieron enseguida la pintura de Torner. Y le dedicaron poemas, desde Gerardo Diego y Jorge Guillén a Vicente Aleixandre, José Hierro, Gloria Fuertes y un largo etcétera que recogió el libro “Gloria Torner en la voz de los poetas”, publicado por el mítico editor Angel Caffarena, en Málaga, en 1979, y reeditado en Santander en 2001. En Villa Pereda tiene un balcón desde donde se ve un trozo de bahía. Tampoco le hace falta más. A estas alturas, la bahía es su espacio interior. Siempre lo ha sido, porque la pintura es para Gloria Torner un modo de supervivencia y de expresión de lo que le pasa dentro. 

Ahora es una pintora igual de joven pero más reconocida. En 2021 una muestra suya recorrió Cantabria, era el Año Gloria Torner organizado por la Consejería de Cultura. En 2019 recibió la Medalla de Plata de la Ciudad de Santander. En 2018 la hicieron Arrabalera de Honor; en el 17, Premio Plaza Porticada y en el 16, el Pick. Para entonces había expuesto en París, en Alemania, en Nueva York y en Washington, con un recuerdo especial para la de 1983 en la Casa de Goya, de Burdeos. Y, por supuesto, en Madrid, con su galerista Juan Kreysler. En Santander, la primera fue en el Ateneo de la Paza Porticada, y luego en la Sur, de Manolo Arce; en la Sol, de Zamanillo; en el Embarcadero, en el MAS…  

No ha sido fácil. Primero, porque el del arte es un mundo muy masculino, y aún más para su generación. Luego, porque su férrea voluntad y su clara vocación tuvieron que enfrentarse a dificultades. Ella y su hermana Ana perdieron a su padre en la guerra civil siendo muy niñas. Su madre, maestra, las sacó adelante y las trajo de Arija, en Burgos, a Santander, donde estudiaron Magisterio, antes de ir a Madrid, una a la Academia de Bellas Artes de San Fernando y la otra, a la Facultad de Psicología y Pedagogía. Trabajaron dando clases o colaborando en publicidad o dibujos animados de Televisión Española, en el caso de Gloria.

Mujeres como Torner son las que abren camino, pero no hay que descuidarse, que esto de la igualdad es como la limpieza de la casa: parece que has terminado, y ya tienes que volver a empezar.    

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