Cantabria, una de las pocas autonomías que no tiene un solo kilómetro de peaje

La decisión del Gobierno de Pedro Sánchez de rescatar las autopistas cuya concesión llegue a vencimiento va a tener efectos muy significativos en varias autonomías españolas donde parte de sus carreteras son de pago, especialmente en Cataluña, que tiene 633 kilómetros de peaje, pero no en Cantabria, que llegó tarde al plan de autopistas. Sus vías de gran capacidad se hicieron cuando el Gobierno de Felipe González optó por abandonar el sistema anterior, de concesionarios privados, y apostar por promoverlas desde el Ministerio de Obras Públicas (hoy Fomento) y hacerlas de libre uso. Unas decisiones que no hubiesen sido posible sin los grandes fondos europeos Feder que llegaron al país tras entrar, en 1986, en la Comunidad Europea.

Tanto la Autovía del Cantábrico a su paso por Cantabria como la de La Meseta se construyeron con esta filosofía de uso gratuito, lo que facilita que los vizcaínos puedan venir a Cantabria sin pagar peajes, pero se vean obligados a hacerlo si viajan a San Sebastián, un tramo que fue promovido veinte años antes por un consorcio privado.

Solo en una ocasión se planteó la construcción de una autovía de peaje en Cantabria, pero el proyecto fracasó con estrépito. Fue durante el Gobierno de José María Aznar. Para ahorrarse el gasto, el entonces ministro de Fomento, Francisco Álvarez Cascos, decidió hacer de pago el tramo entre Zurita y Santander, con el que se cerraba la Autovía del Cantábrico a su paso por la región, pero ninguna constructora se presentó a la licitación. A la vista del fracaso, Cascos intentó hacer un paquete más atractivo para las empresas que incluía la Ronda de la Bahía y una aportación en metálico del Ministerio, pero después de sondear a las constructoras y comprobar su escaso interés, acabó por desistir.

En ese momento, las compañías del obras públicas parecían más atraídas en las radiales que impulsaba Esperanza Aguirre en Madrid. No acertaron. Cuando se pusieron en servicio empezaba a cambiar el ciclo económico y todas ellas resultaron un enorme fiasco. Ni se acercaban a la previsiones de tráfico que habían hecho los ingenieros de la Administración ni las constructoras encontraron en los bancos la liquidez a la que estaban acostumbradas. Cuando los bancos finalmente les cerraron el grifo, todas las concesionarias cayeron como fichas de dominó. No hubiese sido muy distinto el resultado de la licitación en Cantabria de haber encontrado interesados.

Mientras fue ministro Íñigo de la Serna, el Ministerio se debatía entre el rescate de las autopistas rivadas cuya concesión vencía o su renovación. La continuidad era un buen negocio para los propietarios, ya que la carretera estaba amortizada y, aparentemente un mal negocio para el Estado. Sin embargo, se justificaba por el hecho de que, de esta forma, el sector público se evitaría asumir los gastos de mantenimiento, unos 3.000 millones de euros al año.

La cifra probablemente fuese exagerada por las constructoras para justificar la conveniencia de que continuasen en sus manos, porque el mantener toda la red de carreteras estatales españolas (20.000 kilómetros) supone 11.000 millones de euros al año. Pero es cierto que la factura actual ya muy gravosa, tanto que el actual ministro, José Luis Ábalos, ha mencionado la necesidad de encontrar una fórmula alternativa de financiación. La más obvia es una tasa repercutida al usuario que, como en otros países, descansaría sobre todo en los transportistas de mercancías (debido a su mayor uso y degradación de la red viaria) y en el turismo, para que los extranjeros contribuyan al sostenimiento, pero no hay tomada ninuna decisión.

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