Editorial

Nueve años después del comienzo de la crisis, los nubarrones que se han cernido sobre Cantabria siguen sin despejarse. La llegada del PP al Gobierno de Cantabria en 2011 y unos meses después al del Estado parecía que podía hacer volver la flecha del crecimiento rápidamente hacia el punto de partida pero, cinco años después, el control férreo del gasto no ha dado el resultado previsto. El crecimiento se concentra en las grandes ciudades del país y en la franja más turística del Sur, mientras que en Cantabria y en otros muchos lugares empieza a causar estragos la sensación de que los mejores años ya pasaron y cualquier futuro va a ser peor. El hecho de que una generación de jóvenes se quedase sin empleo y la siguiente directamente se haya ido a buscarlo al extranjero abonan esa idea. Los institutos de estadística advierten que la comunidad autónoma aún perderá 35.000 habitantes más en los próximos años, porque no hay suficientes parejas jóvenes para garantizar, siquiera, el actual nivel de población.

La primera fuente de ingresos de la mitad sur de la región no es la industria, ni la ganadería ni los servicios. Está, desde hace muchos años, en las pensiones. Torrelavega lleva el mismo camino y, en algunos años, esta prevalencia de las clases pasivas se extenderá a la zona costera. En algún tiempo, Madrid fue una capital de rentistas, con poco empuje para los nuevos negocios pero con dinero. Cantabria será una tierra de jubilados, sin empuje y sin dinero, porque un puesto de trabajo y unas rentas siempre pueden tener un sucesor, pero las pensiones desaparecen el día en que muere el perceptor.
Por mucho que nos empeñemos en buscar datos coyunturales con los que maquillar la desesperanza la realidad es que, con una población endeudada y sin nuevas fuentes laborales de ingresos y con unas administraciones públicas en bancarrota no hay posibilidad de que surja la chispa que encienda la máquina del consumo, y sin consumo no hay crecimiento. La nueva recaída en la recaudación del IVA es mucho más significativa que cualquier otra estadística. Desde hace una década hemos bajado nuestras pretensiones de consumo al low cost y ahora incluso el low cost empieza a hacérsenos inalcanzable. Hasta para los entierros se piden ya presupuestos.

La inmensa mayoría de los problemas tienen alguna solución y este también puede tenerlo, pero no está al alcance del Gobierno regional ni va a estar en la mano del nuevo Gobierno nacional. La globalización ha creado una España de dos, tres o cuatro velocidades y solo podemos salir de la penúltima gracias a las ventajas naturales de la región, a la posibilidad de arrimarnos a una urbe de cierto tamaño, como Bilbao, y a esos movimientos cíclicos de la economía que se dan por razones que aún desconocemos.
Ya no es cuestión, como antaño, de que alguna gran industria elija establecerse aquí. Tampoco va a sacarnos del pozo vender los edificios públicos, la sede de la Cámara, la de la antigua Caja Cantabria y lo que nos pueda quedar de un pasado más boyante. Aún en el caso que hubiese un comprador, el dinero solo servirá para apuntalar una muy precaria supervivencia. Tampoco es cuestión, como suponen la CEOE y la Consejería de Innovación, de hacer otro análisis más sobre nuestros males y oportunidades, porque debemos tener al menos una docena de ellos archivados en los que nos contaban lo que ya sabíamos y apuntaban las mismas soluciones que a todos se nos ocurren, con más o menos extensión según lo que se le pagaba al consultor. La economía tiene la mala costumbre de no dejarse domesticar y va por donde quiere, no por donde nosotros le sugerimos. El Gobierno podría empeñarse en hacer un Silicon Valley (si tuviese dinero, claro) y cuando, en dos o tres décadas, lo hubiese puesto en pie comprobaría que el mundo ya iba por otro lado. No es posible pisarle la cola a una serpiente tan escurridiza, aunque muchos lo sigan creyendo.

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