Inventario

La Iglesia hace caja

Los ejecutivos de Wall Street pasaron de héroes a villanos en unas pocas horas del otoño pasado. Ensalzados hasta la náusea como grandes hombres de empresa y admirados por las nuevas generaciones de candidatos a yuppies como referentes del éxito, con el hundimiento de sus bancos cayeron de sus pedestales para convertirse en el destino de la furia del estadounidense medio, que descubrió, de repente, el pecado de avaricia, que parecía reservado para la moral católica, la de antes, claro.
El sector público tuvo que acudir en rescate de bancos y fábricas de coches, pero quienes causaron la crisis tuvieron buen cuidado de no marcharse con las manos vacías. Por si no habían cobrado bastante mientras hicieron lo que hicieron, optaron por autoindemnizarse. El enfado popular fue mayúsculo pero nadie devolvió el dinero.
Quien piense que eso solo ocurre con el capitalismo salvaje, se equivoca. Ocurre en todas partes y nadie parece dispuesto a marcharse con las manos vacías, ni siquiera la Iglesia. El ejemplo es lo que ha ocurrido en Cajasur, controlada por el aguerrido cura Santiago Gómez Sierra que no solo es presidente, sino que ejerce con los más amplios poderes.
Hasta ahora, la Iglesia se había defendido en Cajasur como gato panza arriba cada vez que los políticos habían intentado someterla a unos estatutos semejantes a los que tienen el resto de las entidades de ahorro e incluso había logrado salir airosa de algunos episodios poco edificantes en el gobierno de la sociedad. Pero la crisis es la crisis y el Obispado de Sevilla no ha tenido más remedio que ceder a la fusión de su entidad con otras dos cajas andaluzas, ante la amenaza de una intervención inminente, porque la entidad está hecha unos zorros.
Perdida la batalla, no quedaba más camino que una retirada decorosa, pero el cura presidente, como el clérigo predecesor, que se había acreditado como un magnífico negociador de sus propias condiciones económicas, ha puesto precio a la fusión con Unicaja y Cajasur: De los beneficios que tenga la futura entidad fusionada, la Iglesia recibirá todos los años ocho millones de euros a través de una fundación que controla. No es mal negocio y deja entender bien a las claras que de alguna forma, ya se ha estado aprovechando hasta ahora del control de la entidad. El cura no ha conseguido, como pretendía, que a esta cantidad se le añadiesen cinco edificios. Una pena, porque la operación era redonda. En el mismo documento en el que se le debían regalar estas propiedades a la Iglesia, la nueva Caja se comprometería a alquilárselos a buen precio.
Los tiburones de Wall Street podrían tomar lecciones de Don Santiago, el cura presidente, y el Vaticano ya sabe donde tiene un tesorero con el que poder asegurarse otros dos mil años de existencia. Si solo fuesen los políticos quienes tratan de mangonear las cajas…

Terapeutas colectivos

Imaginen que una empresa española consigue el contrato del siglo para ampliar el Canal de Panamá. Algo así como tres mil millones de euros. Pues la noticia ni siquiera aparece en la portada de algunos medios económicos, mucho más interesados en otros asuntos poco económicos. Puede que sea porque el adjudicatario es Sacyr, al que algunos le tienen jurada la guerra, por querer hacerse con el control del BBVA. Pero no es un problema de amores y odios, sino de tendencias. Toca vestirse con ropajes negros y no hay que dejar que la más mínima esperanza de alivio distraiga la atención de los compungidos lectores.
La realidad es negra, por mucho que la queramos maquillar, pero hay quien está empeñado en hacerla especialmente negra. Negrísima. Si pudiesen, celebrarían cada día el hundimiento de las bolsas o el descarrilamiento de la inmobiliarias, incluso a sabiendas de que los propietarios de acciones sólo se toman la molestia de comprar los periódicos cuando es para confirmar lo que ya sabían desde el día anterior, que han subido, y prefieren no llevarse dos berrinches cuando bajan, al igual que la venta de los diarios deportivos promadridistas (la mayoría) cae radicalmente cuando el Real Madrid pierde.
Los editores de periódicos sabrán por qué tienen tanto empeño en poner los pelos de punta cada día a sus lectores, pero en ese afán por el tremendismo consiguen tener bastantes menos. Cuando el IPC subía desaforadamente, encabezaba las portadas. Cuando baja a tasas negativas, lo que además es histórico, se liquida con un par de columnas en una página interior. El repunte del empleo en los últimos meses ha sido tan desvalorizado que da la impresión de haber llegado en mala hora y el hecho de que prácticamente todos los bancos y cajas españoles se hayan mantenido en beneficios es tratado como si fuese la tónica general en cualquier país serio.
Siempre ha habido modas en negativo: el feísmo, el derrotismo, el spleen de la gauche divine… pero eran patrimonio de una clase social acomodada e intelectualizada que necesitaba buscar las distancias a través de un estado de ánimo displicente y a la contra. Ese punto de decadente suficiencia era chic. Pero ha sido sustituido por otra moda igual de resabiada pero mucho más universal, la del nosoiscapacesdeimaginarlomalqueestátodo. El negativismo del aldeano desconfiado curiosamente se ha instalado en la ciudad y reclama que quien gobierna sea mucho más crudo en sus apreciaciones, que no deje ni siquiera un resquicio de esperanza. Como es obvio, los dirigentes no son elegidos para hundir el ánimo colectivo, sino para levantarlo. Churchill no dijo que las cosas fuesen fáciles cuando pidió sangre sudor y lágrimas, pero nadie hubiese admitido un mensaje derrotista. Petain se plegó a la situación y así ha pasado a la historia. ¿Invertiría alguien en un país donde sus dirigentes reconocen que las cosas van mal y van a ir mucho peor? ¿Quién compraría sus emisiones de deuda?
En los años de euforia, los gobernantes están para rebajar los alborozos con medidas de contención y en los de crisis, para impulsar la ilusión colectiva. En realidad no están para mucho más, porque los grandes motores de la humanidad siguen siendo emocionales. Por eso, como terapeutas colectivos, es bueno que acierten con el papel que les toca en cada momento.

La hora del personal

El Gobierno regional ha decidido arremangarse en su insostenible política de personal y buscar la manera de contener un gasto desbocado y absolutamente inasumible para las arcas públicas. Aunque resulte menos visible a ojos de la opinión pública que las inversiones o las subvenciones, los gastos de funcionamiento de las administraciones públicas son los que realmente consumen la mayoría de los recursos y, en ocasiones, sin ningún criterio de racionalidad, como puede observarse mejor en los ayuntamientos, donde cualquier contribuyente no necesita mucha perspicacia para observar la escasísima actividad.
Es cierto que el Gobierno cántabro ha puesto énfasis, sobre todo, en las contrataciones en sanidad y en educación, donde el gasto en personal se ha multiplicado, pero eso no se ha traducido, curiosamente, en una percepción de una mejora del servicio por parte de los usuarios. La valoración de la asistencia sanitaria pública, aunque sigue siendo buena, ha descendido, exactamente lo contrario de lo que cabía esperar con semejante aumento del gasto.
El Gobierno se ha comportado como si los incrementos recaudatorios de los últimos años fuesen a durar toda la vida y los ayuntamientos como si los ingresos por licencias de construcción fuesen un maná eterno. Pero ahora vemos que la recaudación de impuestos no solo no sube mecánicamente sino que puede bajar, y mucho, y las licencias de obras desaparecer. En esas condiciones, los ayuntamientos pasan a un estado catatónico, prácticamente sin inversiones –de no haber llegado el Plan Estatal hubiesen podido cerrar las puertas– y en el Gobierno regional se dispara el desequilibrio entre ingresos y gastos, aunque eso quede temporalmente disimulado hasta que tengan que devolver buena parte de los ingresos transferidos por el Estado para este año, a cuenta de la liquidación definitiva de los impuestos compartidos.
Aunque todavía vivan de ese rédito artificial de los buenos años, la situación es muy apurada para todas las administraciones y ni siquiera se va a resolver con la nueva financiación autonómica, a pesar del alborozo de los firmantes. Y el margen de actuación es pequeño. Se pueden reducir las inversiones, se pueden suprimir algunas subvenciones, pero los funcionarios están casados con el Gobierno y con los ayuntamientos para toda la vida y ahí no se puede hacer nada. Ahora lo van a comprobar quienes hasta hace poco negociaban con los sindicatos con tanta liberalidad y contrataban con más alegría aún.

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