Isabel Villar, la pintora santanderina nacida en Salamanca

Por Rosa Pereda

Isabel Villar vino a Santander por amor, y sigue viniendo ahora que el suyo, el también pintor Eduardo Sanz, ya no está. Continuamente. Su hijo, Sergio Sanz, que es ya un pintor  reconocido internacionalmente, es santanderino como su padre. ¡Y qué sorprendentemente distinta es la pintura de los tres! Algo de la magia de la libertad hay en esa familia donde el talento fluye en los más variados estilos. Una familia a la que adoro y sigo hace muchos años, no vayan a pensar que me acabo de encontrar con Isabel Villar.

Isabel Villar tiene media vida en Santander. Comparte con su marido, Eduardo Sanz, el nombre del museo del Faro de Cabo Mayor, y me cuenta que cuando Eduardo estaba mal, le dijo a su hijo: “Cuida de tu madre y del museo del Faro”. Un imponente vástago (así lo sentía) que bajo la luz de su ojo único cobija su colección de faros pintados por lo mejorcito de la pintura española del siglo XX, entre otras maravillas que recopiló minuciosamente. Un museo de visita obligada, porque lo que hay en el interior del faro y su arriesgado y abrupto paisaje exterior se comunican de manera casi mística con el código de la mar.

Hay obra suya en el MAS, el Museo de Arte moderno y contemporáneo de Santander, y en el Museo de la Naturaleza de Cabrojo es vecina artística de Gloria Torner, otra grande y veterana. Torner pinta una bahía recordada, Villar pinta playas y jardines imaginados imaginarios. Lo ha dicho muchas veces: “Yo pinto paisajes inventados”. Allí sus personajes conviven con fieras apacibles, tigres, leones, jirafas o monos, siempre majestuosos y tranquilos.

La pintura de Isabel Villar es inconfundible, y ha dado pie a interpretaciones –que no siempre la conforman–, con el aduanero Rousseau o con los pintores naif. Pase la primera, pero siempre lo ha dejado claro: “yo no soy naif”. Efectivamente, la suya es una pintura minuciosa, muy pensada y muy cargada de sabiduría y de oficio. El que la mujer, vestida o desnuda, protagonice feliz la mayor parte de sus cuadros, no es una casualidad. Isabel Villar pinta la felicidad de la libertad, que es idílica y utópica, por eso la pinta. Algo tienen de inquietantes esas casi niñas, nada eróticas, muchas veces aladas y otras alzando los brazos al vuelo como un ave, que hacen de ella una pintora feminista. Conscientemente feminista. Isabel pinta el deseo de libertad de las mujeres.

Nacida en Salamanca, en 1934, pintaba y estudiaba pintura desde cría. En 1953, aprobó (“a la primera”) el ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y allí encontró su destino santanderino, en la persona de su compañero de escuela Eduardo Sanz. Los dos formaban parte de una pandilla que se reclamaba grupo artístico La Cepa, con Alfredo Alcaín, Manuel Alcorlo, Ángel Doreste… A muchos de ellos los he conocido en su casa madrileña de Emilio Rubín, pero esa es otra historia.

Terminada la carrera vuelve a Salamanca, donde comienza a exponer su obra a contracorriente: frente a la abstracción poderosa de su generación, ella mantenía una figuración que se haría cada vez más personal. Pero no se quedó mucho tiempo en Salamanca, aunque todavía conserva el piso en la prodigiosa Plaza Mayor donde empezó a pintar de niña, y donde formó parte de esos grupos de artistas inquietos que bullían en las provincias y en Madrid. No se quedó mucho tiempo, porque el verano del 1963 se casó con su novio de la escuela, el santanderino de Canalejas Eduardo Sanz, y “a los dos días estábamos en Santander”.

Se instalaron en un piso de Los Pinares y cuando nació Sergio, en el verano del 64, en la calle Lealtad. “Siempre hemos mantenido un sitio en Santander, y lo seguimos manteniendo, en el Feygon del Sardinero. Es que esta ciudad sigue siendo mi primera patria”, me dice muy seria.

En los cinco años que vivieron en Santander, Isabel Villar y Eduardo Sanz formaron parte de la vanguardia próxima a Sur, la mítica galería de Manuel Arce, y se relacionaron con pintores como Enrique Gran, Angelín Medina (sic, así le conocía yo también), Julio de Pablo… “El pintor y escultor Manolo Raba nos decía siempre: hay que irse a Madrid. Y nos vinimos”, me dice desde allá.

Pero, antes, recuerda su primera entrevista. Se la hizo una jovencísima Juby Bustamante en su sección ‘Preguntando que es gerundio’, del Alerta. “Es la que recuerdo con más ilusión. Se lo he contado muchas veces a Juby”.

Confieso que me da una punta de celos, aunque yo también quería y admiraba mucho a Juby: con ella entré por primera vez en una redacción, siendo yo una niña, y en medio de ese olor a tinta y del trepitar nocturno de las máquinas, supe que iba a ser periodista.

En este encuentro telefónico me regala el título de este texto: “Fíjate si me habré integrado en Santander, que tras una exposición me describieron como una santanderina nacida en Salamanca”. Pues eso.

En su casa madrileña de Emilio Rubín, sigue pintando. “A mis 91 años, pinto todos los días. Ahora me bajo al estudio de Eduardo y pinto en su caballete. Creo que me da suerte”. Su hijo vive y pinta también en el mismo edificio.

Los Sanz-Villar han sido de esa gente que aglutina y reúne, y su casa ha estado abierta no sólo a sus compañeros de generación, también a otra gente del mundo del arte, como nosotros mismos. En ese edificio, construido por Rafael Zarza, también vivían intelectuales y pintores: Úrculo y Antón Llamazares, el sociólogo Elías Díaz, cuñado de Isabel, y Santiago Roldán, el rector más añorado de la UIMP. Y, en uno de sus bajos, estaba la editorial Siglo XXI en la época de Javier Pradera. Las multitudinarias paellas del jardín y las fabadas de Eduardo Urculo han hecho historia. Y las tardes de domingo jugando al scrable, con Eugenia Niño, su primera galerista en Madrid, alrededor de la tortilla de Isabel, también.

Ahora, después de la estupenda exposición en la galería Fernández Braso, el año pasado, esta santanderina de alma nacida en Salamanca, pinta aún con más ganas.

Por Rosa Pereda

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