Manuel Gutiérrez Aragón: Cuando el origen de todo está en Cantabria
Por Rosa Pereda

Ahora escribe y veranea en la sierra madrileña, pero en septiembre vendrá al Festival de Cine de Santander, que ya le dio su Faro de Honor en 2023. Manuel Gutiérrez Aragón, escritor y cineasta, dejó de dirigir películas en 2008 pero sabe, un poco a regañadientes, que “el cine es y ha sido mi destino”. Ahora trabaja en una novela “sobre una mujer pasiega”, que ya comprenderán que no me destripe. “Cantabria siempre ha estado, irremediablemente, en todo lo que hago. Es mi infancia. El primer momento de una historia viene siempre de Cantabria, porque las historias siempre arrancan en la infancia”, me dice.
Lo cuenta en sus memorias, ‘Vida y maravillas’, publicadas por Anagrama el año pasado. En ellas, la infancia explica y prefigura ese camino de ida y vuelta de la literatura al cine y del cine a la literatura.
La suya fue una infancia peculiar: una pequeña lesión pulmonar le obligó, con seis o siete años, a pasar una larga temporada en cama, que así se curaba antes de los antibióticos la temida tuberculosis, todavía tan frecuente en su generación. Lo pasó con seis o siete años, rodeado de mimos y de libros, pero encerrado en casa, la Torrelavega de los años cincuenta.
Todavía se contaban las películas, y así conoció el cine, por boca por dos mujeres. La literatura, en cambio, fue producto de las largas horas de lectura y él mismo aprendió a contar historias, que es lo que ha hecho todo este tiempo. Es curiosa la cantidad de escritores que han pasado por una enfermedad infantil, de Orwell a Dickens, de Proust a Lord Byron, por citar sólo unos pocos. Una lista tan larga como la de los que vivieron la marginación en el colegio, el bullying, como se llama ahora. Debe ser que de la lectura devoradora y obsesiva, refugio de los niños solitarios, se hacen los escritores.
En el cine de Gutiérrez Aragón hay muchos niños. O gente que es como niña. Me lo dijo hace ya unos años, 1982, cuando estrenó en Madrid ‘Demonios en el jardín’, una de sus películas míticas, y una de las que más me gustan, con “La mitad del cielo”, y la verdad es que me gustan todas. En ella cuenta oblicuamente su propia historia, y rompe el mito de la infancia inocente y feliz. “Yo pienso que los niños son unos testigos tremendos de la vida, de lo que pasa. También he contado historias a través de mujeres, porque con ellas pasa un poco los mismo, son más móviles. Los adultos varones tienen unas vidas más determinadas, y también las ideas, las opiniones. Quizá es la marginación. Los niños están aún más marginados que las mujeres; marginados de muchas más cosas, hasta de su propia libertad”. Y otra frase lapidaria: “Después de Freud nadie puede creer en la inocencia de los niños, son seres salvajes hasta que se les domestica”.
Desde aquella entrevista han pasado muchos años, muchas películas, varias novelas, la Academia de Bellas Artes de San Fernando y la Real Academia de la Lengua. Y muchos Osos en Berlín, Palmas en Cannes y Conchas en San Sebastián. Y Montañés del Año, por el Ateneo de Santander, primero, y por el Diario Montañés, después. Y el Faro de Honor de Santander, hace un par de años. Y el premio Anagrama de novela, por ‘La vida antes de marzo’, la primera de las suyas, poco después de anunciar que dejaba la dirección de cine.
Me dice para este perfil (no hace cuarenta años) que lo del cine ha sido su destino, aunque hubiera llegado a él de una manera accidental. Sencillamente, no había plazas en la Escuela de Periodismo, donde pensaba matricularse en Madrid, y entró en la de Cine. Y, como lo suyo era contar historias –le he oído decir que la narración oral es mejor que cualquier otra–, empezó como guionista, aunque estudiara dirección y rodara algunos cortos. Hasta que hizo ‘Habla mudita’, una primera película que ya cambió el cine español y yo creo que su vida. Era 1973, Franco imperante, y ya estaba ahí esa ambigüedad moral que reivindica en esa “historia que contar” que todo escritor, todo realizador –y todo periodista– lleva dentro, aunque no sea consciente de ello.
Ambigüedad moral quiere decir que no se trata de cine o novela “de tesis”, que sus historias no tienen moraleja, y me doy cuenta de qué antiguo es el lenguaje del que dispongo. Y vuelvo a sus palabras: “Soy un apasionado de la ambigüedad moral. Los personajes ambiguos tienen más resortes para modificar la realidad que los de una pieza, buenos o malos. Un héroe no modifica nada. En cambio, un traidor (o un fingidor) suele cambiar muchísimo”. El fingimiento, la traición, las paradojas, en suma, esa perplejidad original, son esas tres o cuatro obsesiones que, como les ocurre a todos los narradores, le hacen escribir y filmar su “historia qué contar”.
Irremediablemente, hay que hablar de política. “Es que la política se te echa encima, la realidad, la historia, no te permiten escaquearte. Te obligan a posicionarte. Para los que venimos de una época tan difícil, de la dictadura, y tenemos un mundo y una historia qué contar, basta con mostrarlo. Toda película tiene un documental dentro”. En el cine es muy obvio: la ropa, los decorados, el propio lenguaje y la gestualidad te ponen en un espacio muy concreto, muy objetivo, en un momento histórico también concreto, que no hace falta juzgar. Basta con enseñarlo. Y me cuenta cómo los militantes antifranquistas, como él mismo, le han reclamado alguna vez contar los entresijos del poder que siguen estando detrás de lo que ocurre.
Lo que pasa es la vida, las vidas, que se viven de una en una. Los niños, decía más arriba, no son inocentes, fingen serlo. Pero los escritores y los cineastas, tampoco. La selección del tema ya supone una toma de postura, y Gutiérrez Aragón es muy consciente de ello. Como sus historias hunden la raíz en la infancia, por ahí aparecerán las épocas duras, la escasez, la violencia, y, claro, otra vez Cantabria, donde está el origen de todo.
En Cantabria ha rodado varias películas, no tantas como hubiera querido. Alguna hay que finge ser Cantabria pero se ha filmado en el País Vasco o en Navarra, porque allí funcionan unas ayudas al cine, que aquí son muy reducidas. Y ahí queda eso para quien decide los dineros de la cultura. Esas campas verdes, esos montes, esos valles, que a Manolo Gutiérrez Aragón le gustan tanto, y que en la novela aparecerán abundantes y fértiles. Y desde luego, mucho más baratos de producir. Solo se necesita imaginar.



