‘Abrazando la finitud’, Germán A. DeLaRosa reflexiona sobre el duelo, la pérdida y la impermanencia

Reflexionar sobre la muerte y el paso del tiempo sigue siendo uno de los grandes desafíos de la condición humana. En un mundo acelerado, donde la cultura tiende a esquivar la conversación sobre la pérdida, Germán A. DeLaRosa propone un ejercicio de introspección valiente con su nuevo libro Abrazando la finitud. La obra, que se presentará el próximo 28 de septiembre, invita a explorar la finitud e impermanencia desde una perspectiva consciente y transformadora. A través de este trabajo, el autor plantea un diálogo sobre el duelo, el duelo anticipado y la necesidad de integrar la idea de límite como parte esencial de la experiencia vital. En la siguiente entrevista cuenta más al respecto.

Abrazando la finitud es un título que interpela directamente al lector. ¿Qué significado personal tiene para usted abordar la finitud e impermanencia en este momento de su trayectoria?

Durante muchos años viví con la ilusión —que muchos compartimos— de que la enfermedad, el dolor y la muerte eran asuntos lejanos, cosas que les pasaban a otros. A mí no. A los míos, tampoco. Uno se acostumbra a vivir como si fuera inmune hasta que un día la vida te llama a capítulo.

Abrazando la finitud nace justo de ese quiebre: del momento en que mi mundo se detuvo con el diagnóstico de mi esposa Sharon. En ese instante entendí, no desde la teoría, sino desde el alma, que la vida es profundamente frágil. Que la finitud no es una amenaza: es una certeza. Y, paradójicamente, cuando la miramos de frente, puede convertirse en una maestra poderosa.

Escribí este libro porque necesitaba ponerle palabras al amor, al dolor, a la pérdida… y también a mis propios errores en el camino. No para dar lecciones desde la perfección, sino para compartir una verdad que arde, pero transforma: que somos profundamente humanos, que a veces fallamos en los momentos más importantes, y que aun así podemos aprender a vivir y amar con mayor conciencia.

¿Cómo surgió la idea de escribir este libro y cuál fue el punto de partida del proceso creativo?

Yo no busqué este libro. Fue él quien me buscó a mí.

No fue una decisión racional ni un proyecto planeado. Fue una necesidad interior. Una forma de no volverme piedra. De no perderme en el dolor. De sostenerme cuando todo se me estaba cayendo.

El punto de partida fue haber perdido a Sharon y, con ella, también al dios que había habitado en mí por más de sesenta años. Ese quiebre espiritual y emocional fue tan profundo que no me dejó otra salida que atravesarlo con palabras.

Pero también escribí desde la culpa: la culpa de no haber estado presente como hubiera querido, de haber vivido en negación durante su enfermedad, de no haberme despedido como merecía. La escritura fue mi forma de procesar no solo la pérdida, sino también mis propias limitaciones humanas.

Y con el tiempo entendí que precisamente eso era lo que tenía que compartir: que no todos podemos ser héroes perfectos en el duelo, y que está bien.

En la obra se plantea la importancia de anticipar la pérdida. ¿Podría explicar cómo se vive y se transita el duelo anticipado?

La verdad es que yo no logré vivir plenamente ese duelo anticipado. Entré en una negación profunda, aferrado a la esperanza de que Sharon se iba a recuperar. Cada día esperaba el milagro, el cambio, la mejoría y eso me impidió prepararme emocionalmente para lo inevitable.

Durante meses me negué a aceptar los pronósticos médicos. Creía que hablar de la muerte era invocarla, que mantener la esperanza significaba no renunciar. Y así, cuando llegó el final, me quedé con la sensación brutal de no haberme despedido como hubiera querido.

Esa culpa ha sido una de las cargas más pesadas del duelo. Pero con el tiempo he entendido que la negación también fue mi forma de amar, de resistir, de protegerme del dolor que parecía insoportable. No todos podemos ser héroes estoicos que aceptan serenamente lo que viene.

Y quizás esa sea la lección más importante: que no hay una forma ‘correcta’ de vivir estos procesos. Que la culpa por no haber sido ‘suficiente’ es parte del camino, y que perdonarse a uno mismo es el trabajo más difícil pero necesario del duelo.

¿Qué diferencias identifica entre el duelo por una pérdida ya ocurrida y el proceso de prepararse para una pérdida futura?

La diferencia fundamental es el tiempo y las oportunidades. El duelo anticipado, en teoría, te da espacio para despedidas, conversaciones pendientes, preparación emocional. El duelo post-pérdida te enfrenta a la finitud absoluta: ya no hay tiempo.

Pero en mi experiencia, esta diferencia no se materializó. Yo tuve tiempo, pero no lo aproveché porque estaba en negación. Entonces el duelo post-pérdida llegó duplicado: dolor por la ausencia y culpa por las oportunidades no tomadas.

El duelo anticipado puede ser una bendición o una tortura, dependiendo de cómo lo vivas. El duelo posterior es siempre definitivo: ahí ya no hay negociación posible con la realidad.

La diferencia más cruel es que en el primero aún hay esperanza (aunque sea ilusoria); en el segundo, solo queda aprender a vivir con la ausencia.

La sociedad actual tiende a evitar hablar de la muerte o del final de los ciclos. ¿Cree que esta negación colectiva aumenta el sufrimiento cuando finalmente llega el duelo?

Absolutamente. Vivimos en una cultura que trata la muerte como un fracaso, no como parte natural de la vida. Nos enseñan a ‘luchar’ contra ella, a ‘no rendirse’, a mantener siempre la esperanza… y eso nos deja completamente desarmados cuando llega lo inevitable.

Mi propia negación no surgió en el vacío. Fue el resultado de décadas de mensajes sociales que equiparan aceptar la muerte con rendirse, que confunden prepararse emocionalmente con falta de fe o amor.

Esta negación colectiva nos roba herramientas fundamentales. No sabemos cómo tener conversaciones sobre el final de la vida, cómo acompañar a alguien que está muriendo, cómo despedirnos. Y cuando finalmente llega el duelo, nos golpea con una fuerza devastadora porque nunca aprendimos a procesarlo.

El resultado es que vivimos las pérdidas con una culpa y un desamparo innecesarios. Creemos que deberíamos ‘estar bien’, que el dolor intenso es patológico, que deberíamos ‘superarlo’ rápido.

Si habláramos de la muerte con la misma naturalidad con que hablamos del nacimiento, si preparáramos a las personas para la pérdida como las preparamos para la vida, el duelo seguiría doliendo, pero no nos destruiría tanto.

En su experiencia, ¿qué herramientas o prácticas pueden ayudar a aceptar la finitud e impermanencia sin caer en el miedo o la desesperanza?

He aprendido que aceptar la finitud no es resignarse, sino liberarse. Y eso requiere prácticas muy concretas.

La primera herramienta es la honestidad brutal contigo mismo. Dejar de vivir como si fueras inmune. Reconocer que tu tiempo y el de quienes amas es limitado y que precisamente por eso es sagrado.

También he encontrado poder en crear rituales de presencia. Momentos donde conscientemente me detengo a registrar: esta conversación, esta caricia, esta mirada. No para dramatizar, sino para estar verdaderamente presente.

Otra práctica que me ha salvado es escribir. No solo sobre el dolor, sino sobre la gratitud. Hacer listas de momentos que no quiero olvidar, de palabras que necesito decir, de experiencias que quiero vivir mientras puedo.

Y quizás lo más importante: redefinir el coraje. Durante mucho tiempo creí que ser valiente significaba no tener miedo. Ahora entiendo que el verdadero coraje es sentir miedo y aun así elegir amar, elegir estar presente, elegir vivir plenamente.

La finitud no es el enemigo de la felicidad. Es su maestra. Cuando aceptas que todo es temporal, cada momento se vuelve más precioso, no menos.

Y porque sé que muchas personas necesitan herramientas más específicas para tener esas conversaciones difíciles que tanto posponemos, he preparado una guía práctica que quiero compartir: ‘Diálogos en el Silencio – El derecho a saber, el poder de elegir.’

Es un material pensado para quienes quieren aprender a hablar de lo importante antes de que sea demasiado tarde. No son recetas, sino invitaciones para romper el silencio que tanto daño hace.

¿Considera que el trabajo sobre la aceptación del final de la vida debería formar parte de la educación emocional desde edades tempranas?

Absolutamente. Creo que es una de las grandes deudas de nuestro sistema educativo. Enseñamos a los niños sobre el ciclo de las plantas, sobre las estaciones, sobre cómo nacen los animales… pero mantenemos la muerte como un tabú inexplicable.

Si desde pequeños normalizáramos la finitud como parte natural de la existencia, si habláramos de la muerte con la misma tranquilidad con que hablamos del nacimiento, estaríamos criando generaciones emocionalmente más preparadas.

No se trata de traumatizar a los niños, sino de darles herramientas. Enseñarles que es normal sentir tristeza cuando algo termina, que despedirse es importante, que el amor no desaparece aunque las personas sí.

Mi experiencia me demostró lo desarmado que estaba ante la pérdida. Si alguien me hubiera enseñado desde niño que la negación es natural pero no siempre útil, que las conversaciones difíciles son actos de amor, que prepararse emocionalmente no es rendirse quizás mi duelo habría sido diferente.

Imagino un mundo donde los niños crezcan sabiendo que la vida es preciosa precisamente porque es finita, donde las conversaciones importantes no se pospongan por miedo, donde el duelo se viva con menos culpa y más compasión.

Esa sería, tal vez, la mejor herencia que podríamos dejarles: la sabiduría para vivir y amar con conciencia de la impermanencia.

¿Qué papel juegan el arte y la literatura en el acompañamiento de quienes están atravesando un proceso de duelo?

El arte y la literatura tienen un poder único: nos permiten poner palabras a lo que parece indecible, encontrar belleza en medio del dolor más profundo.

Para mí, escribir este libro no fue una decisión intelectual, fue supervivencia emocional. Cuando perdí a Sharon, las palabras fueron mi salvavidas. No para escapar del dolor, sino para habitarlo sin ahogarme en él.

La literatura tiene esa capacidad extraordinaria de hacernos sentir menos solos. Cuando lees que alguien más ha sentido esa misma desolación, ese mismo vacío, algo dentro de ti se tranquiliza. No estás loco, no eres el único, tu dolor tiene sentido.

El arte también nos da permiso para sentir sin límites. En una canción, en un poema, en una pintura, el dolor puede ser hermoso, profundo, sagrado. No es algo que hay que eliminar rápidamente, sino algo que hay que honrar, aceptar e integrar a nuestra nueva realidad.

Y hay algo más: cuando transformamos nuestro dolor en arte, le damos un propósito. Mi duelo por Sharon se convirtió en este libro, y ahora puede acompañar a otros que transitan caminos similares. El arte convierte el sufrimiento privado en sanación colectiva.

Por eso creo que quienes atraviesan duelos deberían acercarse al arte: para encontrar espejos de su experiencia, para dar forma a sus emociones, y quizás, para descubrir que su dolor también puede ser semilla de algo hermoso.

¿Cómo ha influido el desarrollo de Proyecto Trípode en su mirada sobre la pérdida, la vida y la trascendencia?

Proyecto Trípode tiene una historia que me emociona profundamente. Nació en 2019, en nuestro primer encuentro real con la finitud, cuando nuestro hijo Esteban nos abrazó y nos dijo: ‘Vamos a enfrentar esto juntos… somos como las patas del trípode y eso nos hace fuertes.’

Esa experiencia, que relato en profundidad en el libro, se grabó en mi alma. La estabilidad que viene de tres puntos de apoyo, la fortaleza que surge cuando nos sostenemos mutuamente ante lo incierto. En ese momento entendí que la finitud no tenía que ser algo que nos destruyera, sino algo que podíamos enfrentar unidos.

Cuando años después perdí a Sharon, Proyecto Trípode cobró un significado aún más profundo. Ya no éramos tres físicamente, pero la esencia permanecía: el apoyo mutuo, la fortaleza compartida, la idea de que nadie tiene que enfrentar la pérdida completamente solo.

El proyecto se convirtió en mi forma de honrar esa sabiduría que Esteban nos regaló. ‘Abrazando la finitud’ es el inicio de un camino más amplio: Proyecto Trípode me permitirá seguir acompañando a quienes atraviesan procesos de pérdida y renacer, construyendo poco a poco las tres patas de ese trípode simbólico que todos necesitamos.

Mi mirada sobre la trascendencia cambió completamente: no se trata de evitar el sufrimiento, sino de transformarlo en fortaleza. De crear redes de apoyo. De entender que, como las patas del trípode, somos más fuertes cuando nos sostenemos unos a otros.

Para quienes asistirán a la presentación de Abrazando la finitud el próximo 28 de septiembre, ¿qué espera que se lleven de este encuentro?

Espero que quienes nos acompañen el 28 de septiembre se vayan con algo muy concreto: la certeza de que no están solos en sus procesos de pérdida, y que hablar de la finitud no es morboso, sino profundamente liberador.

Quiero que sientan permiso para llorar sin culpa, para amar conscientemente, para tener esas conversaciones importantes que tanto posponemos. Que entiendan que aceptar la finitud no nos hace pesimistas, sino más humanos.

También espero que encuentren herramientas prácticas para acompañar a otros o para transitar sus propios duelos. Porque este libro no es solo para quienes están en dolor: es para todos, porque todos, en algún momento, enfrentaremos la pérdida.

Por eso me emociona anunciar que iniciaremos la preventa del libro el sábado 9 de agosto. Y quienes decidan acompañarnos desde el inicio recibirán como obsequio la guía ‘Diálogos en el Silencio – El derecho a saber, el poder de elegir’, un complemento práctico para tener esas conversaciones difíciles que tanto necesitamos.

Mi mayor deseo es que cada persona que salga de este lanzamiento sienta que lleva consigo no solo un libro, sino una nueva forma de relacionarse con la vida: más consciente, más presente, más amorosa. Porque eso es, al final, lo que nos enseña la finitud: a vivir de verdad.

En un tiempo donde el vértigo cotidiano dificulta detenerse a pensar en los ciclos vitales, propuestas como las de Germán A. DeLaRosa abren un espacio necesario para abordar la finitud e impermanencia con honestidad y profundidad. Abrazando la finitud no solo invita a aceptar la pérdida, sino también a resignificarla como parte de un proceso natural, en el que el duelo y la transformación personal pueden convertirse en un camino hacia la comprensión del propio límite y la vida.

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