El Trump de Cantabria
Son muchos los que están seguros de que en España nunca se podría producir un fenómeno como el de Trump, porque el control que tienen PP y PSOE de una amplia capa social lo impide. Es discutible, porque ya hemos tenido al menos un precedente, el de Juan Hormaechea, un antecesor de Trump y de su forma de gobernar, que llegó a sacar 151.000 votos prácticamente sin partido, una cifra que no se ha vuelto a repetir, y que requería atraer sufragios de casi todo el arco ideológico. Como Trump, era capaz de decir en público lo primero que se le ocurría, en tal desorden que, al concluir sus inenarrables ruedas de prensa, los periodistas tenían que pactar cómo trasladar con algún sentido aquel torrente de ideas inconexas a la información que aparecería en prensa al día siguiente.
En la decadencia de su segunda legislatura, Hormaechea podía anunciar (lo hizo) el despido de la mitad de los funcionarios y, al día siguiente, ni él mismo parecía recordarlo, quizá porque la única forma de enmascarar la absoluta falta de acción de gobierno era crear una polémica tras otra y todas ellas con el mismo resultado práctico, ninguno.
Los anuncios inverosímiles, la falta de filtros o su resurrección para un segundo mandato asemejan a ambos
Como a Trump, esa personalidad sin filtros le sirvió para resucitar en 1991 cuando todos le daban por muerto, empezando por el ofendido Aznar, al que había insultado públicamente. El presiente del PP acabó por tragarse su orgullo, a pesar de que solo unos meses antes declaró que nunca cambiaría dignidad por votos, aceptando el pacto de gobierno con la nueva UPCA para investir otra vez a Hormaechea.
Como el presidente norteamericano, también logró un gran predicamento entre las grandes fortunas de la región y los indianos, que le apoyaron y financiaron sin complejos hasta que su estrella se eclipsó en la legislatura de 1991 a 1995 cuando el ensimismamiento en su defensa ante los tribunales y la quiebra financiera de la autonomía, que le impedía hacer obras y pagar las anteriores, lo aislaron por completo.
En la primera legislatura gastó lo de dos (entonces no había los estrictos controles del Ministerio de Hacienda) y parecía omnipotente. En la segunda ya nadie quería hacer la ola a un personaje imprevisible, despreciativo con su entorno más servicial y que había perdido la baraka al secarse la fuente del dinero. De hecho, cuando se repitió su juicio solo dos personas acudieron a apoyarle.
Él era perfectamente consciente de que eso ocurriría, porque Hormaechea conocía muy bien el alma humana. Sus confesiones en sus largas sesiones de ocio nocturno, en las que surgía un curioso alterego con sensibilidad de poeta –o al menos así lo creía él– resultaban clarividentes en este sentido.
En algún armario conservo las memorias que me confió, impublicables tanto por los muchos personajes próximos a los que ofende como por la imposibilidad de seguir un hilo argumental. Son una muestra de desesperación ante algo que no pudo superar: la maquinaria administrativa. Él, que entró como elefante en cacharrería –y en eso también recuerda a Trump– se dio cuenta con el tiempo de que su auténtico rival no era la oposición política, sino una alianza natural de jueces y altos funcionarios, que forman el núcleo duro del sistema.
Se sentía estafado por ellos, y se esforzaba por desentrañar qué intereses movían a cuantos ponían palos en sus expedientes (casi siempre con sobrados motivos, aunque él creyese lo contrario) y a quienes le juzgaban.
Estaba convencido de que esa alianza entre estas clases funcionariales y la burguesía tradicional de Santander (no recordaba que esa burguesía fue la que le aupó en la política) le habían puesto la cruz, simplemente porque tenían otros intereses económicos contrarios a los suyos. Y lo cierto es que, en algunos de esos documentos que recopilaba con una obsesión enfermiza, consiguió acreditar que hubo oscuras maniobras urbanísticas en su contra desde el Ayuntamiento de Santander (con sus sucesores del PP al frente) y desde su propio funcionariado. Unas maniobras que hubiesen dado mucho que hablar, pero a esas alturas los jueces lo único que querían era quitarse de encima el juicio del presidente cántabro lo antes posible y no estaban dispuestos a entrar en nuevos jardines que hubiesen llevado sabe Dios a dónde.
La Administración norteamericana es muy distinta a la española pero si en algún momento queda Trump neutralizado no va a ser como consecuencia de sus bravuconadas sobre otros países ni por colapsar el comercio con sus aranceles (que lo colapsará) sino por su propia maquinaria administrativa.
Los partidos pasan, los funcionarios quedan. El funcionariado es el auténtico ancla, tanto por su capacidad de no hacer, si se empeña, como por la de crear opinión a su alrededor. Quizá por eso estamos asistiendo a una gran maniobra por parte del PP para quitarle muchas de sus competencias a través de las leyes de Simplificación Administrativa, que dejan la apertura de negocios bajo la responsabilidad única de los propios empresarios. Una decisión que debería ser supervisada posteriormente por los ayuntamientos, que no han recibido medios humanos ni compensaciones por la pérdida de ingresos de las licencias.
Puede parecer antinatural, pero la derecha ha pasado a sentir la Administración como un enemigo, aunque solo Trump se atreve a arremeter públicamente contra ella. Tardaremos en saber el resultado de esa batalla, porque el tiempo de los políticos y el de los jueces es distinto, pero no cabe descartar que mucho de lo que se está aprobando acabe siendo tumbado en su ejecución práctica o que incluso se le lleve por delante por mucho que controle el Supremo.